La stripper del jefe

Capítulo 4

Entro al baño de mujeres y, cuando verifico que no hay nadie, me doy la oportunidad de soltar una fuerte carcajada. Me he burlado de mi jefe en su cara.

Es imposible que Oto pueda saber la verdad; sin embargo, eso no significa que dejaré de ser lo bastante precavida como para que él no me descubra. Lo menos que quiero es que Oto pueda despedirme en este momento, y como veo las cosas, ya no se trata solo de ética laboral. Es momento de comenzar a afilar mis armas.

Pongo las manos en la cadera haciendo un extraño baile. Arreglo mi pelo, y guiñándole un ojo a mi reflejo, salgo a mi puesto. Tomo asiento sonriendo con alegría y me pongo a pensar que quizás mi destino, todo este tiempo, ha sido ser actriz. El teléfono suena dos minutos después.

—¿Necesita algo, señor? —inquiero al descolgar.

—Sí, necesito que me traiga un café bien cargado —responde con voz fastidiosa. Me lo imagino arrugando la cara bonita que tiene y casi sonrío.

—En un momento se lo llevo —me levanto y camino hasta la cafetera. Preparo el café con toda la calma que puedo, buscando que quede lo bastante decente para que mi jefe le dé un trago y quizás se ahogue con él. Luego voy hasta su puerta y toco suavemente.

—Puede entrar —escucho su voz. Entro con la taza de café y se la dejo en el escritorio.

—¿Algo más, señor? —pregunto de manera amable. Él me mira mientras bebe un poco de café, luego lo escupe y me mira furioso.

—¡¿Qué diablos es esto?! —grita con aires de los mil demonios.

—Café —respondo obvia y confundida.

—¿Desde cuándo a mí me gusta el café que podría mandar a intensivos a un diabético? —pregunta, y me cruzo de brazos.

—No sé cómo le gusta el café, así que le traje como le gustaba a su padre —respondo confundida.

—Lárguese de mi vista y tráigame un café que valga la pena su empleo.

Salgo como alma que lleva el diablo, maldiciendo a mi estúpido jefe en todos los idiomas que conozco.

¡Qué tipo tan arrogante! Me lleva quien me trajo este día. ¿Puede mejorar? Al parecer el mundo se divierte con todo lo que me pasa porque, ¡solo me suceden cosas malas, joder! Cuando termino con el bendito café, camino nuevamente hacia su oficina. Sin molestarme en tocar, abro y le entrego el café de mala manera.

—Aquí tiene el café, bajo en azúcar, señor —le digo casi gruñendo y me quedo a esperar que lo beba.

—¿Qué espera? ¿Un premio a la secretaria del año? Retírese. —Me grita y yo tengo que apretar los puños para no lanzarle el maldito café al rostro.

¡Agárrenme que lo mato, lo mato!

—Con permiso. —Mis tacones suenan fuerte contra el suelo y mi cara debe ser idéntica a la de Lucifer en estos momentos.

¡Maldito Oto!

Me siento a redactar cientos de cartas que me grita a través del teléfono. ¿De dónde salen estas cosas? Cuando era su padre quien trabajaba, el trabajo de un día que me da su hijo, él me lo daba en una semana. Maldito imbécil. Mis ojos duelen y mis manos están a punto de caerse del cansancio.

—No puede salir hasta que no termine de redactar todo —ordena Oto y miro el reloj.

¡Es mi hora de almuerzo, estúpido!

—Pero, señor, es mi hora de almuerzo —le digo confundida.

—Cuando termine las cartas puede ir a almorzar. —Y se marcha todo glamuroso.

Me agarro del pelo para no correr y darle un fuerte batazo en esa cabeza de Ken que tiene, para que lo lleven a un hospital y descubran que lo mandé a un coma de por vida.

Resoplo y trato de mantenerme serena, pero al parecer el plan de este tipo es joderme la existencia. Miro las cartas y me llevará todo un día redactarlas. Me dispongo a trabajar cuando alguien se asoma delante de mi escritorio.

—¿En qué puedo ayudar? —pregunto sin despegar la vista del computador mientras sigo tecleando casi de manera automática.

A este maldito paso terminaré convertida en un robot.

—¿Por qué no estás almorzando? —miro al frente y me encuentro con unos ojos idénticos a los de Oto que me observan con diversión.

El mayor de los hermanos Russell me sonríe de una manera que casi me da escalofríos. Queda demostrado que esa familia es como una maldición en la espalda y que solamente son unos sádicos que encontraron un conejillo de indias al cual atormentar.

O quizás estoy sobrepensando demasiado, esa puede ser una razón lo bastante válida.

O quizás, al parecer soy el juego de los hermanitos Russell. Genial, mi suerte es la mejor, de secretaria a juguete. Gran plan de vida, Ariadna.

—Su hermano me dejó redactando estas cartas —respondo sin despegar la vista del computador. Escucho su risa escandalosamente seductora.

Malditos genes que los hacen tan seductores.

—Ya te está esclavizando —me comenta divertido, el aire relajado es todo lo contrario al que muestra el sádico que me dejó trabajando en mi hora de almuerzo.

—No quiero ser grosera, pero tengo mucho trabajo que hacer, así que... Permiso —pongo mis auriculares ignorándolo por completo. Un rato después miro al frente y agradezco al cielo que no esté.

Mi estómago ruge del hambre y yo solo quiero cortar en trozos con una navaja a Oto por ser tan maldito conmigo. No es mi culpa que sea un maldito amargado.

Luego veo a todo el mundo llegar a sus puestos con cara de satisfacción. Y yo solo tengo cara de hambre que me delata. Lo veo llegar con una enorme sonrisa que quisiera quitar de su cara a golpes. Medito interiormente para no lanzarme y darle fin a su patética vida.

—Veo que avanzó mucho, señorita Monroe —siento la burla en cada una de sus palabras. Sonrío de manera hipócrita.

—Tiene una cita a las 14:00 —miro el reloj y son las 13:56— en la empresa del señor Américo —le sonrío como angelito mientras él me mira furioso.

—¿Por qué hasta ahora me dice? —pregunta arreglándose frente a mí.

—Tal vez porque no sé dónde estaba y no tengo su número —mi tono irónico se escucha a kilómetros.




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