Me acerco, observando con cuidado a la amigis del jefecito. No me inspira confianza la enorme sonrisa en sus labios ni la forma en la que me mira. Es la misma expresión que yo pongo cuando me deshago de algo que me ha molestado por mucho tiempo.
Y ella tiene justo esa mirada.
—Aritona, ¿así te llamas, verdad? —pregunta la amigis, y me dan ganas de partirle la madre. Algo que odio con toda mi alma es que digan mal mi nombre. ¡LO DETESTO!
Además, ¿qué es eso de Aritona? ¿Acaso está insinuando que no tengo pechos? ¿Me está llamando plana en un idioma que no conozco?
Ni tienes novio.
La voz en mi cabeza, en vez de ser mi amiga, parece mi enemiga. Casi le gruño con fuerza.
—Es Ariadna —corrijo con fingida amabilidad.
—¡Ah! Eso mismo —ruedo los ojos—. Mi Oto te está esperando.
Mi sartén también a ti.
—Date prisa, sabes que detesta que lo hagan esperar —añade con malicia.
Camino ignorándola hasta la oficina del jefecito.
Si no le contesto, se desespera... canto en mi cabeza mientras camino. En realidad, solo intento manejar el nerviosismo.
Piensa que con otra estoy haciendo lo que le hacía a ella...
Pongo mis manos en las caderas justo cuando la puerta se abre. Me pongo recta de inmediato.
—Entre —ordena, y camino detrás de él.
Por primera vez, mis ojos caen en su trasero. Creo que eso se debe a todos los comentarios que he escuchado sobre él.
Uhmm... el jefecito tiene un trasero que sería tan agradable para mi mano... ¡Dios, yo quiero tocarlo!
Calma, fiera.
Pero está redondito y dentro de esos pantalones... Señor, ayúdame a no caer en la tentación. Soy un alma buena, dulce y también muy inocente.
—¿Para qué me necesita, señor? —pregunto después de codiciar visualmente su trasero.
—¡¿SE PUEDE SABER POR QUÉ MI HERMANO ESTÁ DETENIDO EN ESTE MOMENTO?! —pregunta, y yo me sobresalto.
¡Ay, Ariadna!
Mierda. Los chismes vuelan rápido. Y yo que pensaba que podría librarme de esto.
—No sé de qué habla —respondo con fingida tranquilidad.
—No me joda la paciencia, Monroe —uy, qué miedito da el jefecito cuando se pone así—. ¿Qué demonios ocurrió para que terminara en una celda?
Comienzo a jugar con mis dedos.
—Él me persiguió como un loco, un policía pensó que me iba a robar y lo detuvo, y luego no sé más porque salí corriendo —me encojo de hombros, restándole importancia.
—¡No sé cómo mi padre soportaba a una persona tan problemática como usted, Monroe! —lo miro, ofendida—. Reúna a la prensa. Tengo que dar mi versión sobre este escándalo. No te rías, Ariadna. No lo hagas... Ya valiste.
—¿Se está burlando de mí? —pregunta él con seriedad.
Niego de inmediato.
—¿Tengo que pagarle por no hacer su trabajo? ¡Rápido, que es para hoy! —gruñe, y salgo de la oficina.
Justo afuera me topo con la amigis, mejor conocida como la amigis.
Ja, soy tan creativa que deberían hacerme un altar.
—¿Ya te despidió Oto? —pregunta con una sonrisa enorme.
Con esa sonrisa espantarías hasta a un ciego.
Señor, perdóname por mi humor negro. Sé que es malo, pero esta mujer saca mi lado malvado.
Aunque... no, ese puesto ya lo tiene el jefecito.
—Para su buena suerte —su sonrisa se ensancha—, no —su sonrisa se borra y me mira mal.
—¿Cómo que no? —pregunta con los dientes apretados.
Tranquila, bobi. No es mi culpa que mi hermosa personalidad no sea de tu agrado.
—Como lo oye. Y ahora, si me disculpa, necesito mi puesto para trabajar, así que... Adiós.
Ella se aleja con los puños apretados. Creo que la chica está loca.
Tal vez sea el complejo de chicle que tiene.
Me siento en mi escritorio y llamo a la prensa. El ascensor se abre y, al ver quién entra, casi me da algo.
Joder. Creo que la poca suerte que he tenido en mi vida se agotó.
Arthur entra caminando de una manera que... ¿se puede decir sexy? Mi mirada lo recorre y luego la aparto, centrándome en mi computadora.
Este hombre fue mi maldito calvario en el bar, y ahora tengo que verlo en mi lugar de trabajo.
—Buenos días —saluda con una sonrisa digna de un comercial de hilo dental.
Es de tarde, imbécil.
—Buenas tardes, señor —le devuelvo una sonrisa amable mientras él me observa con curiosidad.
—¿Te conozco? —pregunta, estudiándome con atención.
Trato de no tensarme y solo lo miro.
—No lo creo. Una cara como la suya no se olvida —respondo con neutralidad.
—Se parece mucho a... No, seguro ni la conoce —dice sonriendo—. No me haga caso, quizás es solo que, con todo respeto, usted es una mujer muy hermosa.
Casi pongo los ojos en blanco. Me quedo en silencio, y él se mueve incómodo.
—Bueno, ¿qué desea? —pregunto.
Si me lo preguntan, deseo que este sujeto desaparezca.
—Quiero hablar con el señor Oto Russell —responde con una sonrisa coqueta.
Espera... ¿me está coqueteando? ¡Qué descaro!
—¿Tiene cita? —pregunto con tranquilidad.
—Ehmm, no, pero es un asunto urgente.
Asiento y tomo el teléfono. Solo espero que el jefecito no me grite ni me mande al diablo.
—¿Qué diablos quiere? —gruñe molesto.
Quiero su muerte, jefecito. Cortarle las bolas y dárselas de comer a los cocodrilos.
Pero lamentablemente, no todo lo que se quiere se tiene.
—Un señor vino a buscarlo. Dice que no tiene cita, pero es un asunto urgente —me aparto del teléfono—. ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Arthur —responde con una sonrisa.
—Arthur —repito. La línea queda en silencio por unos segundos.
—Dile que pase de inmediato —gruñe antes de colgar.
Al parecer, no eres la única que no para de gruñir.
—Puede pasar, señor —digo con una sonrisa.
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Editado: 21.02.2025