La stripper del jefe

Capítulo 12

Escucho aplausos, preguntas, pero no he emitido ningún sonido. Sigo en estado de shock. Oto continúa hablando mientras mantiene un brazo alrededor de mi cintura, pero mi mente está en otro planeta. No puedo procesar nada. Todo me parece irreal.

Siento que me llevan a algún lugar. Camino de manera automática, mis pies se mueven sin que yo lo ordene, hasta que finalmente me doy cuenta de hacia dónde me dirigen: el despacho del jefe maldito.

Mis compañeros solo me observan y murmuran, intercambiando miradas llenas de especulación. Sé que cada palabra que dicen, cada susurro, es un golpe directo a mi reputación. Pestañeo, todavía con la cabeza ida, y cuando las puertas se cierran con un golpe seco, algo dentro de mí despierta.

Un ardor me recorre el pecho.

Cierro las manos con tanta fuerza que las uñas se clavan en mis palmas. Una ira indescriptible me invade el cuerpo. Tengo un solo objetivo en este momento: matar a mi jefe.

Me doy la vuelta lentamente, con la respiración agitada y el corazón latiendo con fuerza. Y ahí está él, parado con su actitud despreocupada, mirándome con una tranquilidad que me enerva aún más. Su sonrisa divertida, la misma con la que me recibió el día en que lo conocí, ilumina su rostro como si todo esto fuera un simple juego.

¿Qué demonios pretende?

Ah, claro… Está esperando que estalle, que pierda el control y le dé la excusa perfecta para despedirme. O quizás quiere que crea eso, quiere jugar conmigo hasta volverme loca. Mierda, no sé qué es lo que busca este maldito idiota que no deja de mirarme.

Lo desafío con la mirada.

Él me responde con la suya.

No voy a renunciar a esta batalla.

Y entonces, la realidad me golpea como un balde de agua fría.

Este hombre no solo está loco, sino que acaba de arrastrarme con él a su locura. Frente a todos esos periodistas, frente a la maldita prensa, a nivel nacional... me ha declarado como su jodida novia.

Mi estómago se revuelve.

Este hombre necesita ser internado en un psiquiátrico

La risa que deja escapar me enerva aún más.

—¿Quién demonios le dio el derecho de decir esa maldita mentira? —le escupo con furia, cruzándome de brazos.

Él se acerca un poco más, como si estuviera disfrutando del espectáculo.

—La misma persona que divulgó falsamente que me gustan los hombres —responde con esa maldita sonrisa burlona que me tiene cabreada desde que llegué aquí.

Mi ceño se frunce.

—¡Pero si yo no hice nada! —grito indignada.

—Deje las falsedades —dice con calma, como si estuviera explicando algo obvio—. Usted fue quien inició esos rumores. Lamentablemente para usted, el registro de llamadas no miente, señorita Monroe.

Siento que el color se me va del rostro.

—¿Qué...?

—Y su precio será ser mi novia —continúa con una sonrisa perversa—. No tiene idea de en qué se metió con su mentirita.

Mis manos tiemblan de pura rabia.

—Señor...

—Calle. —Su orden es tajante.

Se acerca tanto que su aliento roza mi piel. Mis labios tiemblan ante la cercanía, pero no por miedo, sino por la mezcla explosiva de enojo y adrenalina.

—Ahora es mi novia —susurra con un tono grave, disfrutando cada palabra—. No sabe cuánto voy a disfrutar esto.

—¿A qué demonios quiere jugar? —inquiero, furiosa—. No me voy a prestar para esta idiotez. Si quiere una novia, búsquese una. Yo no soy más que su empleada, no estaré aquí para ser su juguete ni para entretenerlo cuando se aburra en la oficina.

Me cruzo de brazos, desafiándolo, pero él solo suelta una carcajada que resuena en todo el despacho. El sonido me enerva aún más.

—Lo hará… o ¿quiere ser despedida? —pregunta con esa sonrisa de autosuficiencia que me da ganas de estamparle algo en la cara.

—Despídame entonces, porque no estoy aquí para cumplir los caprichos de un niño rico.

Mis venas parecen a punto de estallar por la ira contenida. Siento un enojo tan inmenso que creo que podría tomar a este hombre y lanzarlo desde el último piso de este edificio. Y vaya sorpresa… estamos en el puto piso más alto.

Pero su expresión cambia. Sus ojos se oscurecen con algo distinto, algo más peligroso.

—¿Quiere ir a prisión? —su pregunta me toma por sorpresa—. Difamar a una de las figuras públicas más importantes del país no fue muy inteligente de su parte.

Mi cuerpo se tensa.

—Puedo refundirte en la cárcel… ¿eso quieres? —añade con tono casual, como si estuviera hablando del clima.

Un gran sentimiento de odio crece dentro de mí.

Quiero matarlo.

Pero si lo hago, igual iré a prisión.

Aprieto los puños con tanta fuerza que mis uñas se clavan en la palma de mis manos.

—Usted… usted es un maldito.

Él solo sonríe, divertido.

—Soy mejor que usted para mis venganzas, ¿verdad?

Quiere joderme.

Pero no le daré el gusto.

Respiro hondo, tratando de organizar mis ideas, aunque mi sangre hierve con más fuerza de lo que jamás lo ha hecho.

Lo miro fijamente.

—¿Entonces solo tengo que decir que soy su novia? —pregunto, con una calma fingida.

Lo sorprendo. Por un instante, su expresión cambia. Supongo que esperaba que siguiera armando un escándalo, pero la que sale perdiendo en todas las formas soy yo.

Tengo a mi hermano. Y debo protegerlo.

—No solo decirlo —corrige, con una sonrisa peligrosa—. Actuar como tal.

Mi mandíbula se tensa.

—Es un maldito —murmuro, enojada.

—Cuide su vocabulario. Aún puedo despedirla.

—Solo digo la verdad —susurro con veneno—. Pero le juro que esto no se queda aquí. Me ha declarado la maldita guerra, señor Russell.

Sus ojos brillan con un interés retorcido.

—Ya quiero ver de lo que es capaz.

Una sonrisa se asoma en mi rostro.

—Pronto lo verá.

Salgo de la oficina con la cabeza en alto.

Y me tomo, por mi propia cuenta, el resto del día libre.




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