Joel llevaba unos días sobrio.
Las palabras de su psicóloga, recomendándole el hallazgo de un lugar que le transmitiese la paz suficiente como para interiorizar la concienciación de que el alcohol suponía un problema y no una solución, le rondaban constantemente.
No obstante, se encontraba realmente desesperanzado.
Tanto daba la compañía en la que estuviese.
Ni su pareja, ni su familia, ni sus amigos lograban mermar la sensación de que de algún modo se estaba hundiendo en un pozo de miserias personales que acabaría por ahogarlo lentamente.
Tanto daba el lugar al que acudiese.
En primera instancia había tratado de hacer de su piso ese lugar. Lo había ordenado y limpiado a conciencia, pero cuando llegaba el momento de dar vida a cierta rutina de actividad, se encontraba con la tendencia inevitable a permanecer sentado en el sofá, escuchando una música con la que tejer el hilo de los pensamientos que le naciesen. Esa práctica acababa por desembocar en elevados deseos de beber, frente a los cuales nacía un malestar que lo anulaba y generalmente lo mandaba a la cama, donde el martillo de sus pensamientos torturaba su conciencia y alimentaba sus pesadillas.
Había probado de pasear por la calle con su novia, de llenar esas jornadas de actividades diversas que le insuflasen ilusión a su panorama, pero esa nueva perspectiva siempre acababa por ceder al poco tiempo, quedando Joel no solo sin motivación alguna, sino con creciente sed de alcohol cuanto más le exigía la propuesta ideada.
Y así fue conformando una larga lista de tentativas, tratando de encontrar esa paz en su hogar natal o en escapadas junto a sus amigos, solo que el resultado solía mandarlo a la situación en la que se encontraba, una especie de carrera de fondo en la que al quedarse sin energía iba notando como el aliento de la bebida le soplaba en el pescuezo.
Una tarde decidió visitar la costa, donde tuvo en su día una infancia feliz muy marcada por los días de playa.
Pensó que quizá el acto de evocar, desde el mismo lugar donde acontecieron esos recuerdos, podría despertar esa sensación de paz desde la cual poder trabajar la concienciación que necesitaba imperiosamente para lograr plantearse el iniciar su desintoxicación.
Caminando por un paseo escoltado por altos pinos y zonas boscosas, contempló, al tiempo que inspiraba profundamente, la aparición en su campo de visión de una de las playas que tanto recordaba de su infancia.
Aminoró la marcha, desviándose en una curva del paseo hacia el interior de una de las zonas verdes. Si bien habían construido un cómodo acceso a lo que se había convertido en un mirador, Joel siguió caminando, apartando las ramas a su paso y saltando entre salientes de roca, hasta acceder al saliente de un espigón en el que tantas veces había dado rienda suelta a sus pensamientos en el pasado.
La visión del mar en toda su inmensidad no le provocó la reacción que esperaba.
Una gran pena se agarró a su corazón, e inclinando su cuerpo para tomar asiento en una de las rocas del saliente, depositó a un lado la libreta que siempre le acompañaba y se agarró a sus espinillas hundiendo la cabeza en las rodillas.
La misma sensación que en cualquier otra tentativa.
Daba lo mismo se encontrase donde se encontrase. Solo o acompañado.
Sentía la ausencia del estado ebrio en lo más profundo de su ser, como si de su propia estabilidad se encontrase privado.
Desesperanzado, agarró su libreta tras unos instantes en los que perdió la mirada en el horizonte marino. Sacando su bolígrafo, se dispuso a escribir lo que sentía.
EXTRACTO DE LA LIBRETA
HORIZONTE INVISIBBLE
Corría una indeterminada hora de un día cualquiera.
La luz era mortecina, la lluvia caía con fuerza y el viento sacudía los chubasqueros del puñado de personas que recorrían las calles del pequeño pueblo costero.
El chico, dibujado con los trazos de un anciano, se sentía maduro. Sus pies chapoteaban en los numerosos charcos mientras su firme paso lo conducía a ninguna parte en particular.
A su izquierda un mar embravecido embestía con furia la base del muelle. Ciertas olas incluso escalaban muy por encima de la línea de asfalto al estallar. El chaval oteaba el horizonte de vez en cuando, sin recibir señales de catástrofe en ciernes.
El cielo estaba realmente cerrado. Sobre él los postes que sujetaban el cableado eléctrico se tambaleaban, y esquivaba de vez en cuando objetos varios que, en pleno vuelo, danzaban de un modo aleatorio.