La teoría del casi

capitulo lll

Lía

Cerré la puerta con un golpe y solté un suspiro largo.
Dejé los zapatos en el pasillo, la cartera en el sillón y me quedé un momento quieta, mirando el silencio de mi apartamento.

—Perfecto —murmuré—. Noche arruinada, gracias a todos.

Pasé por el espejo del comedor y me detuve.
Tenía el cabello despeinado, el maquillaje corrido y una expresión que hablaba por sí sola: enojo, cansancio, decepción. Me quité el collar y lo dejé sobre la mesa junto con los pendientes.

—Y tú, Dante… —dije en voz baja—. Cinco años sin aparecer y justo hoy decides hacerlo, como si nada.

Fui a la cocina, abrí la nevera y tomé una botella de agua.
Ni siquiera me molesté en usar un vaso; bebí directo de la botella y me apoyé en la encimera.

—Y mi querida hermana… —seguí, hablando sola—. “Era parte de la familia”, claro. Qué gran idea invitar al tipo que desapareció sin decir adiós.

Me senté a la mesa. Todavía tenía el vestido puesto; el cierre se había atascado, pero ya no tenía paciencia para pelear con él. Apreté el puente de la nariz con los dedos. Cinco años. Cinco malditos años sin una palabra. Y justo cuando empiezo a estar bien, él aparece. Me reí sin ganas.
—Sigue igual —dije en voz baja—. Siempre sabiendo cómo hacerme perder la calma.

Recordé cómo me había tomado de la mano, tan seguro de sí, como si tuviera derecho a hacerlo.
Y cómo había sentido ese mismo impulso tonto en el pecho, el que me juré no volver a sentir. Sacudí la cabeza, molesta conmigo misma.
—No más, Lía —me dije—. No vuelvas a caer en lo mismo.

El silencio llenó el apartamento. Solo se escuchaba el tic-tac del reloj. Me levanté, me quité el vestido como pude y lo dejé sobre una silla.
—Listo. Mañana todo será distinto —murmuré antes de apagar las luces—. Esta vez, si decide irse, que no mire atrás.

Habían pasado dos días desde la fiesta. Dos días sin verlo, sin cruzarme con él, sin mensajes, sin nada.
Y, honestamente, me venía bien. O al menos eso me repetía. El viernes cayó con una lluvia intensa, de esas que no dan tregua. Las gotas golpeaban los vidrios con tanta fuerza que parecía que el cielo se estaba desahogando. Me puse un buzo grande, de esos que te tragan entera, y me preparé un té. El olor a manzanilla llenó la cocina mientras el vapor empañaba la ventana. Encendí la tele, buscando distraerme. Terminé eligiendo una película al azar, una de esas románticas que ya había visto mil veces. Me acomodé en el sofá, con la taza caliente entre las manos y una manta sobre las piernas.
El sonido de la lluvia de fondo mezclado con las voces de la pantalla me hizo sentir, por un rato, tranquila. Estaba justo por perderme en la historia cuando escuché unos golpes en la puerta. No uno, varios. Fuertes. Fruncí el ceño. Eran casi las once de la noche. Me levanté despacio, dejando la taza sobre la mesa.
—¿Quién...— murmuraba, más para mí que para quien fuera que estuviera afuera.

Cuando abrí, me quedé helada.
Era Dante.

Mojado de pies a cabeza, con la ropa pegada al cuerpo y el cabello chorreando agua. Parecía sacado de una escena trágica. Su respiración era entrecortada, y por un momento solo se escuchó el ruido de la lluvia cayendo detrás de él.

—Hola —dijo, con una sonrisa incómoda, como si ni él supiera qué hacía ahí.
—¿Qué… qué hacés aqui? —pregunté, todavía sin entender nada.

—Mi amigo se fue de la ciudad para visitar a la familia y... —hizo una pausa, pasándose una mano por el cabello empapado—. Se llevó la llave sin avisarme. No tengo dónde dormir esta noche.

Lo miré en silencio, con los brazos cruzados. Parte de mí quería cerrar la puerta y fingir que eso no estaba pasando. La otra parte… bueno, no sabía qué sentía exactamente, pero dolía verlo así.

—Eso me resulta familiar —dije finalmente, con un tono más irónico de lo que planeaba.

Él frunció el ceño.
—¿Familiar?

—Sí —contesté, encogiéndome de hombros—. Hace unos años me pasó lo mismo. Solo que tú estabas del otro lado de la puerta.

Dante parpadeó, y después soltó una risa corta, medio incrédula.
—Supongo que el karma decidió equilibrar las cosas.

—Parece que sí —respondí, soltando un suspiro—. Anda, entra antes de que te dé una neumonía.

Él dudó un segundo, como si temiera que fuera una trampa, pero al final dio un paso dentro. El agua empezó a gotearle desde el cabello al suelo, dejando un pequeño charco. Cerré la puerta y lo miré de reojo. La película seguía sonando de fondo, como si nada hubiera pasado. Pero dentro de mí, el silencio era ensordecedor.

Dante se quedó de pie junto a la puerta, sin saber muy bien qué hacer con las manos.
El agua le caía en gotas gruesas por el cuello, empapándole la camisa.
Parecía incómodo, fuera de lugar, como si no supiera si moverse o quedarse quieto. Por un momento lo observé en silencio. Y, aunque no quería admitirlo, me vino una imagen que no había pensado en años.
Cuando éramos niños, solíamos salir después de la lluvia a saltar en los charcos del patio. Siempre terminaba empapado, embarrado hasta las rodillas, riéndose como si nada. Y cuando mi mamá salía a retarnos, él ponía exactamente esa misma cara: esa mezcla entre vergüenza y resignación, con una media sonrisa que pedía disculpas sin decirlo. Era extraño. El tiempo había pasado, él ya no era ese niño, pero en ese instante lo vi igual. Mojado, con frío, y con ese aire de "sé que metí la pata, pero no sé cómo arreglarlo". Tragué saliva y aparté la mirada.
—Voy por una toalla —dije, más seca de lo que quería sonar.

Fui hasta el baño, intentando no pensar en todo eso, pero las imágenes me seguían: él riendo bajo la lluvia, su voz gritando mi nombre mientras corríamos entre los charcos, el sonido del agua salpicando por todos lados. Era tan absurdo que me molestaba recordarlo. Cuando volví, seguía en el mismo lugar, como si no se atreviera a moverse. Le tendí la toalla sin decir nada.



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En el texto hay: romance, amigos de infancia, humor amor

Editado: 18.11.2025

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