Dante
Todavía no sé por qué sigo aqui.
Podría haber buscado un hotel barato o dormir en el auto si hacía falta, pero... no lo hice.
Cada vez que pienso en irme, algo me dice que espere un poco más. Que no sea tan impulsivo. Que me quede, al menos, una noche más. Lía anda por la cocina, moviéndose rápido, segura, con ese gesto concentrado que tenía cuando cocinaba con su mamá. Me da órdenes como si fuera mi jefa, y yo solo asiento, medio entretenido, medio embobado.
—Pasame la sal. No, esa no, la otra —dice, sin mirarme.
Obedezco. Y por algún motivo ridículo, me gusta hacerlo. Me gusta sentir que encajo de nuevo, aunque sea en algo tan simple como alcanzar un condimento. El olor a comida empieza a llenar la casa. Hay algo en eso, en el sonido de la sartén y en el vapor del agua hirviendo, que me golpea. Me recuerda a cosas que creí olvidadas: domingos con nuestras familias, risas tontas, tardes donde todo era más fácil. Me pregunto si debería irme. Si quedarme sería una mala idea, si solo estoy abriendo heridas que ella ya cerró. Pero cada vez que busco una razón para no hacerlo, me aparecen diez para quedarme.
Y todas tienen su nombre.
—¿Qué mirás? —pregunta sin voltearse, notando que la observo.
—Nada. Solo pensaba que... hace años que no comía algo casero —digo, intentando sonar casual.
—Bueno, esperemos que no te intoxiques —responde con una sonrisa escondida.
—Confío en ti —le digo, y no sé si hablo de la comida o de algo más.
Ella me ignora, o finge hacerlo. Pero sus hombros se relajan apenas. Y esa mínima reacción me basta para quedarme callado. Cuando pone la mesa, me pasa un plato y un vaso como si esto fuera lo más normal del mundo. Y, por un instante, lo es. El ruido del tenedor, el olor a pan tostado, su risa suave al quemarse un dedo… Dios, hace tanto que no sentía algo parecido a estar en casa. Desde que me fui, nunca más tuve eso. Siempre estaba de paso, durmiendo en lugares distintos, hablando con gente que no se quedaba. Todo era temporal. Pero aqui, con ella, algo se siente diferente. Como si el tiempo no hubiera pasado del todo. Como si, de alguna forma, todavía perteneciera a este lugar.
No sé en qué momento dejamos de comer en silencio. Creo que fue después del primer bocado, cuando Lía soltó un “no está tan mal” como si fuera un cumplido disfrazado. De ahí, todo se volvió más… liviano. El sol entraba por la ventana, marcando la mesa con esas luces que parecen detener el tiempo. Ella comía tranquila, dándole vueltas al arroz con el tenedor, y yo solo la miraba, intentando no parecer un idiota.
—Cinco años —dijo de repente, sin mirarme—. Es mucho tiempo.
—Sí —respondí, bajando la vista al plato.
—¿Qué hiciste todo este tiempo? —preguntó después, y no había reproche en su voz, solo curiosidad genuina.
Me reí por lo bajo.
—Sobrevivir, supongo. Trabajé, viajé un poco… nada demasiado interesante.
—¿Viajar? ¿A dónde? —ahora sí me miró, con ese brillo en los ojos que siempre tenía cuando algo le daba curiosidad.
—Estuve en México un tiempo. Luego en Chile, y después volví al país. Fui saltando de trabajo en trabajo, sin quedarme demasiado en ningún lugar.
—Eso suena agotador.
—Lo fue —asentí—. Pero también necesario. A veces uno tiene que irse para entender lo que deja atrás.
Ella se quedó callada, como si procesara cada palabra.
Yo también guardé silencio, dándole espacio.
—¿Y tú? —le pregunté después, con una sonrisa—. ¿Qué hiciste todo este tiempo?
—Nada tan emocionante. Terminé la universidad, conseguí trabajo, abrí un pequeño estudio con una amiga. Ya sabes, vida adulta. —Lo dijo con un tono neutral, pero con orgullo escondido.
—Sabía que lo ibas a lograr —le dije, sin pensarlo demasiado.
Ella me miró, y por un segundo, el aire cambió. No fue incómodo… fue raro, pero bien. Como si hubiéramos soltado el pasado por un instante y solo fuéramos dos personas comiendo juntas, poniéndose al día.
—Y tú sigues igual —comentó, arqueando una ceja—. Aunque creo que tienes más ojeras que antes.
Reí, inclinándome hacia atrás.
—Eso me pasa por no tener a nadie que me haga dormir temprano.
—O por tus malas decisiones —replicó, divertida.
—Eso también.
La conversación siguió, ligera, llena de pausas y sonrisas disimuladas. No había disculpas, ni reproches. Solo historias cruzándose, palabras que habían estado cinco años guardadas. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí que estaba de más.
Y al verla sonreír, sin rencor, sin máscaras, entendí que quizá… todavía había algo de nosotros que no se había apagado del todo. Después del almuerzo, nos quedamos un rato sentados, sin decir nada. Ella jugaba con su taza vacía, dibujando círculos invisibles sobre la mesa. Yo no sabía si levantarme, si ofrecerme a lavar los platos o simplemente quedarme ahí, disfrutando del silencio que, por primera vez, no pesaba.
Lía suspiró, mirándome de reojo.
—Nunca imaginé que ibas a volver —dijo, casi como si hablara para sí misma.
—Ni yo —admití.
—Cuando te fuiste, pensé que lo habías hecho para siempre.
Asentí despacio. No había forma de responder algo así sin sonar culpable.
—Lo pensé —confesé—. Pensé que era lo mejor.
Ella me miró por primera vez en serio.
—¿Para quién?
Su voz no fue dura, pero me atravesó igual. No tenía una respuesta. O la tenía, pero era la que menos quería decir en voz alta.
—Para todos —dije, mintiendo un poco—. Era un lío quedarme. Todo se estaba complicando.
Lía soltó una risa leve, sin humor.
—Claro, lo más fácil era desaparecer.
La manera en que lo dijo no fue con rencor… fue con cansancio. Como si por fin soltara algo que había tenido guardado durante años.
—No fue tan simple —murmuré—. Hubo cosas que no supe manejar.
—Hubo cosas que no dijiste —corrigió ella, sin levantar la voz.