Lía
Cuando lo escuché desearme las buenas noches por segunda vez, algo en mi pecho se apretó. Cerré los ojos, pero no para dormir, sino para contener todo lo que me removía su voz.
La lluvia seguía cayendo, más suave ahora, como un murmullo que se colaba por las rendijas del balcón. Apoyé la taza vacía sobre la mesa y me quedé mirando las luces del edificio de enfrente. Todo parecía tan quieto que por un momento olvidé que dentro de mi departamento dormía él. Dante.
El mismo que una vez había sido mi refugio y después… mi herida. Suspiré, envolviéndome mejor con la manta. No podía negar que me había descolocado verlo tan tranquilo, tan diferente. Y al mismo tiempo, seguía reconociendo los gestos de antes: la forma en que se pasaba una mano por el pelo, su sonrisa contenida, esa manera de llenar el espacio sin hacer ruido. Me levanté de la cama y caminé despacio hasta el pasillo. Desde allí podía verlo acostado en el sofá, tapado con la manta que le había dejado. Dormía de lado, con una expresión que hacía que todo mi enojo se tambaleara un poco. Parecía cansado. No solo físicamente, sino de una forma más profunda. Como alguien que llevaba demasiado tiempo corriendo de algo.
De mí, tal vez.
Me quedé ahí un momento, sin atreverme a acercarme más. Parte de mí quería odiarlo todavía, pero otra parte, esa que nunca había aprendido a hacerlo del todo, sentía una punzada de ternura. Negué con la cabeza y me di media vuelta. No. No iba a caer otra vez en eso. Apagué las luces del pasillo y fui a mi habitación. Antes de cerrar la puerta, lo miré por última vez.
—Buenas noches, Dante —susurré, sin voz, solo con los labios.
Me metí en la cama, escuchando la lluvia y el eco suave de su respiración desde el otro lado de la pared.
No sabía qué haría con todo esto mañana, pero por primera vez en años, no me sentía completamente sola.
Y eso, aunque me costara admitirlo, me asustaba más que cualquier otra cosa. El primer sonido que escuché fue un goteo constante. Durante unos segundos pensé que era la lluvia, otra vez. Pero el techo estaba quieto, sin ese tamborileo suave de las gotas. Me giré en la cama, medio confundida, y noté un olor distinto en el aire. Café. Mi primer pensamiento fue simple: no puede ser. Me levanté despacio, todavía en pijama, con esa sensación de estar entrando en un sueño raro. El suelo estaba frío. Me puse una de esas camperas viejas que siempre dejo colgadas del respaldo de la silla y caminé hacia la cocina. Y ahí estaba él. Con el cabello hecho un desastre, los ojos entrecerrados y una concentración absurda frente a la cafetera. Llevaba puesta una remera gris de mi papá, que en su cuerpo parecía más ajustada que antes, y un pantalón de deporte que apenas le llegaba a los tobillos. Estaba intentando no quemarse con el vapor mientras presionaba botones como si eso fuera a cambiar algo. Me quedé quieta unos segundos, observándolo. Tenía ese mismo gesto que usaba de chico cuando se concentraba en algo: la ceja izquierda arqueada, la lengua apenas asomando entre los labios. Lo recordé lleno de barro, con las rodillas raspadas, haciendo castillos de agua en los charcos. Y después, lo recordé alejándose. Sin mirar atrás.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté al fin, con la voz un poco más ronca de lo habitual.
Dante se sobresaltó, girando con el frasco del azúcar en la mano.
—Ah… buenos días —respondió, forzando una sonrisa, de esas que parecen pedir disculpas antes de hablar—. Estaba… eh, intentando hacer café. Y tostadas.
—Intentando —repetí, cruzándome de brazos.
El olor a pan quemado confirmó mis sospechas.
—Bueno, sí, no salió tan bien —dijo él, levantando una tostada más negra que dorada—. Pero la intención cuenta, ¿no?
No pude evitar sonreír, apenas, muy a mi pesar.
—No tenías que hacerlo.
—Lo sé. Pero me sentía raro sin hacer nada. —Se encogió de hombros—. Y escuché la cafetera… pensé que podía intentar.
El silencio que siguió no fue incómodo, pero sí denso. Él se giró de nuevo para llenar las tazas, y durante un instante, todo pareció como antes: dos personas compartiendo una mañana cualquiera.
—¿Dormiste bien? —preguntó, sin mirarme.
—Supongo. —Tomé una taza y la acerqué a mi rostro—. Me había olvidado de cómo huele el café recién hecho.
—Y yo me había olvidado de lo que se siente estar en una casa —respondió él, casi en un susurro.
Sus palabras se quedaron flotando entre nosotros. Me giré para mirarlo, pero él ya estaba ocupado sirviendo el café en silencio, como si no hubiera dicho nada. Me apoyé en la mesada, observándolo un segundo más.
Había algo extraño en verlo ahí, moviéndose por mi cocina como si hubiera pertenecido siempre a ese lugar.
Parte de mí quería echarlo otra vez. Y otra parte… simplemente no quería moverme.
—Voy a preparar algo más —dije al fin, buscando un plato—. Si solo desayunamos pan quemado, vamos a morir antes del mediodía.
Él sonrió, y esa sonrisa me desarmó más de lo que quise admitir.
La cocina ya olía mejor. El humo del pan quemado había sido reemplazado por el aroma a café y pan caliente, y el silencio incómodo por algo que rozaba la normalidad. No hablábamos mucho, pero Dante parecía empeñado en ayudar, como si lavar platos fuera su forma de pedir perdón. Yo lo dejaba hacer, más por curiosidad que por amabilidad. El timbre sonó justo cuando él estaba intentando alcanzar algo del estante de arriba.
—¿Esperas a alguien? —preguntó, sin girarse.
—No. —Miré el reloj—.
Fui a abrir. Y ahí estaba Clara, mi mejor amiga desde la universidad.
—¡Buenos días, dormilona! —dijo entrando, agitando una bolsa de medialunas—. Te traje desayuno, aunque… —se detuvo de golpe.
Sus ojos se detuvieron detrás de mí. Dante estaba ahí, en la cocina, sirviendo café con la manga arremangada y el pelo todavía húmedo por la ducha. Y sí, se veía bien. Demasiado bien para que la confusión no fuera inmediata.