La teoría del casi

Capitulo X

Dante

Me desperté con los primeros rayos de luz colándose por la ventana, y lo primero que noté fue una nota sobre la mesita de noche. La tomé con cuidado, y al leerla, un calor extraño se mezcló con una punzada de culpabilidad:

"Perdón por cómo actué ayer… el alcohol me jugó una mala pasada. No quise hacerte sentir incómodo."

Suspiré y la dejé apoyada en la palma de mi mano, leyendo y volviendo a leer esas líneas que sonaban casi tímidas, sinceras, y que al mismo tiempo me hacían sonreír sin darme cuenta. Un nudo se formó en mi estómago; un poco de alivio, un poco de nervios. No podía creer que Lía… Lía se estaba disculpando conmigo. Agarre mí móvil y abrí el chat con ella

"No te preocupes por lo de ayer… para ser honesto, no me molestó en absoluto. Más bien me gustó. Si quieres, puedes pasarte por la clínica más tarde. Hoy no hay mucha gente; con la especialización en neonatología, casi todos son bebés y sus familias. Será tranquilo."

Le di al botón de enviar Después de enviar el mensaje, me quedé mirando la pantalla del celular más tiempo del que debía. Las palabras estaban ahí, simples pero cargadas de algo que no podía esconder:
"No me importó lo que hiciste. En realidad… me gustó. Si quieres, puedes pasarte por la clínica más tarde."

No suelo escribir cosas así. No soy de los que se abren con facilidad, pero con Lía todo era distinto… ella tenía esa capacidad de desarmarme sin siquiera intentarlo. Suspiré y dejé el teléfono sobre la mesa. Me pasé una mano por el cabello, intentando ordenar mis pensamientos, aunque era inútil. Me levanté y busqué algo cómodo para ponerme: un pantalón oscuro, una remera gris y mis zapatillas de siempre. Tomé la bata del perchero casi por reflejo. Era una costumbre vieja, como si llevarla conmigo me diera cierto control sobre el día. Antes de salir, miré alrededor. Todo estaba igual que siempre, aunque había algo distinto en el aire… tal vez esa taza sin lavar que Lía había usado, o la servilleta arrugada con su letra apenas visible. Me descubrí sonriendo, y negué con la cabeza.

—Qué desastre eres, Dante… —murmuré, más para mí que para nadie.

El aire fresco de la mañana me recibió apenas crucé la puerta. Encendí el auto, puse la radio en volumen bajo y dejé que la ciudad despertara conmigo. No tardé en detenerme en el pequeño café de siempre.

—Lo de siempre, Dante —me dijo el barista, sin necesidad de preguntar.
—Gracias, Martín —respondí, con una sonrisa distraída.

Mientras esperaba el café, saqué el celular. Ninguna respuesta todavía.
Me reí solo. Sabía que Lía lo había leído, podía imaginarla mordiéndose el labio, pensando qué contestar, o si debía hacerlo. Esa manía suya de disimular lo obvio siempre me había parecido… encantadora. Tomé el vaso de cartón, agradecí y volví al auto. El aroma cálido del café llenó el aire mientras manejaba hacia la clínica. Hoy me tocaba un turno tranquilo —neonatología—, pocas consultas, pocas urgencias.
Pero aun así, mi mente no estaba ahí. Por más que intentara concentrarme en diagnósticos, horarios o nombres de pacientes, una parte de mí seguía esperando un simple mensaje en la pantalla.
Algo de ella. Algo que confirmara que no todo lo que había pasado anoche había sido una ilusión. El turno estaba calmo, tan callado que se podía escuchar el tic-tac del reloj mezclado con el zumbido suave de los tubos de luz. No había urgencias, ni pacientes en espera. Solo el aire tibio de media mañana, ese que invita a bajar la guardia por un rato. Una enfermera se asomó a la puerta con expresión cansada.
—Doctor, el bebé del ala tres no se calma con nada. Ya probamos con la leche, los brazos, la manta…
—Voy —respondí, dejando los papeles.

El pequeño tenía apenas dos meses. Era tan diminuto que cabía entero en mis brazos. Tenía las mejillas hundidas, la piel frágil, y los ojos… esos ojos enormes que parecían preguntar por qué el mundo dolía tanto.
Había sido abandonado hacía una semana, con una nota breve que no explicaba nada.
Un nombre falso, seguramente, y un silencio que pesaba más que cualquier diagnóstico.

—Ey, tranquilo —murmuré, alzándolo con cuidado. Su llanto se apagó de golpe, como si reconociera algo en mí.
Sentí su cuerpito temblar un poco, entonces lo acomodé contra mi pecho y busqué una manta limpia.
El calor lo envolvió enseguida, y su respiración se hizo más pausada.

Le pasé una mano por la cabeza, con miedo de romperlo, y sonreí sin darme cuenta.
—Ahí estás… —susurré—. Así está mejor, ¿no?

La enfermera me miró desde la puerta, sonriendo.
—Tiene suerte de que le toque usted, doctor.
—No lo sé. Yo solo tengo brazos grandes —respondí, medio en broma, medio en serio.

Cuando se durmió, decidí caminar un rato con él. Los pasillos estaban vacíos, y el eco de mis pasos acompañaba el ritmo de su respiración. Afuera, el cielo filtraba una luz suave por las ventanas altas. El hospital, por primera vez, parecía un refugio. Lo llevé cerca de la sala de descanso, donde el olor a café recién hecho todavía flotaba. El bebé abrió los ojos apenas, como si quisiera mirar todo a la vez, y me quedé observando esos segundos eternos en que uno se da cuenta de lo frágil y lo valioso que puede ser un instante.

—Vas a estar bien, ¿sabés? —le dije casi en un susurro—. Nadie debería empezar la vida solo, pero te prometo que no te va a faltar calor mientras estes aqui.

Y fue justo ahí, mientras lo acomodaba mejor contra mi pecho, que escuché la puerta abrirse detrás de mí.

—¿Así que ahora cuidás bebés también? —la voz de Lía sonó entre divertida y sorprendida.

Me giré despacio. Ahí estaba ella, con una bolsa de almuerzo en una mano y la sonrisa más peligrosa del mundo. Sus ojos se detuvieron en el bebé, y algo en su expresión cambió: ternura pura.

—Tiene apenas dos meses —le expliqué, bajando la voz—. Lo dejaron aqui. Estamos esperando que mejore para poder entregarlo al hogar.
Lía se acercó, despacio, como si temiera romper el silencio.
—Es precioso… —susurró—. Y cómo se aferra a ti.
—Sí —reí apenas—. Parece que no quiere soltarme.



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En el texto hay: romance, amigos de infancia, humor amor

Editado: 18.11.2025

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