La teoría del casi

capitulo Xll

Dante

Apenas abrí la puerta, el calor me envolvió.
Después de tantas horas en el hospital, el aire tibio del departamento de Lía me pareció casi irreal.
Me quité los guantes, la bufanda, el abrigo que todavía tenía restos de nieve, y solo entonces noté el olor.
Vainilla, vino tinto y algo más... ella. Parpadeé. La luz estaba baja, el salón iluminado por velas y pequeñas luces que parecían flotar como luciérnagas. La mesa estaba servida con cuidado: dos copas, un postre, y esa atención minuciosa que Lía siempre tenía cuando quería decir algo sin usar palabras. Y ahí estaba ella.
De pie, junto a la mesa, con el cabello suelto y una sonrisa que me desarmó más rápido que cualquier guardia de dieciséis horas. No supe qué decir. Solo la miré. A veces me olvidaba de lo pequeña que era, hasta que la veía así, frente a mí, mirándome con esos ojos llenos de intención.

—¿Qué es todo esto? —pregunté al fin, dejando el abrigo sobre una silla.

—Una sorpresa —respondió, suave, casi traviesa—. Pensé que después de un día largo te vendría bien algo… distinto.

Sus palabras me arrancaron una sonrisa cansada.
—Lo distinto me asusta cuando viene de ti.

—Entonces es perfecto —dijo, y se acercó.

La distancia se rompió en un segundo. Podía sentir el aroma a vino en su respiración, el calor de sus manos cuando me rozaron la manga. La miré de cerca, y por un instante quise olvidar todo: las horas, los pacientes, el cansancio. Solo quedaba ella.

—Lía… —susurré, pero mi voz se quebró un poco.
—Shhh —me interrumpió—. Solo sientate. Comé algo. No quiero verte con esa cara.

Me reí bajo. Era increíble cómo podía pasar del caos del hospital a este pequeño refugio donde todo parecía encajar. Nos sentamos. Ella sirvió el vino con delicadeza, y el cristal tintineó como si brindara por nosotros. Tomé un sorbo. Sentí el calor descender, despacio, relajando cada músculo que aún dolía.

—¿Sabés que no tenías que hacer esto? —le dije, mirándola.

—Lo sé —respondió—. Pero quise hacerlo.

Y ahí estaba de nuevo esa maldita sensación en el pecho. Ese nudo dulce que me recordaba que, aunque no debía involucrarme, ya lo había hecho. Demasiado tarde para no sentir. Demasiado tarde para fingir distancia. La miré un segundo más, y sin pensarlo, me incliné apenas, rozando su frente con mis labios.
Un gesto simple, pero que dijo más de lo que podía atreverme a admitir.

El vino se había terminado. El postre también. Solo quedábamos nosotros, con el murmullo de la lluvia fina golpeando el vidrio y la penumbra envolviéndolo todo. Estaba sentado en el sofa, con la cabeza hacia atras. Lía recogía las copas, pero sus manos temblaban apenas. No por frío. Lo sabía. Yo la observaba en silencio, el cuerpo pesado de cansancio, pero con la mente despierta… demasiado despierta.

—¿Quieres que te ayude? —le pregunté, más por romper el aire cargado que por otra cosa.

—No, estás cansado —respondió sin mirarme—. Sientate, en serio.

Y cuando se giró, la luz tembló sobre su piel, sobre ese brillo en sus labios que parecía invitarme a romper todas las reglas que alguna vez me impuse.

—Lía —dije, apenas.
Ella se detuvo. Su respiración se entrecortó un instante, y luego me miró, con esa mezcla de ternura y provocación que me volvía loco.

—¿Qué? —preguntó, bajito.

—Nada —mentí, pero mis ojos ya habían hablado por mí.

Ella dio un paso. Luego otro. Hasta quedar frente a mí. La manta del sofá colgaba de su hombro, su cabello todavía olía a canela y vino. Apoyó una rodilla sobre el sillón y se inclinó, sus manos rodeando mi rostro con una delicadeza que me rompió un poco por dentro.

—No digas nada —susurró.

Y no lo hice. Porque en ese instante, la razón no tenía voz. Sus labios rozaron los míos, una vez, apenas.
Un roce que dolió de tan contenido, que encendió algo que llevaba meses intentando apagar.
La besé.
Lento al principio, casi temeroso, y después con esa necesidad que no se piensa, solo se siente. Su cuerpo encajó sobre el mío como si hubiera estado hecho para estar ahí. Mis manos encontraron su espalda, su nuca, su respiración temblando contra mi boca. No había palabras. Solo el eco de nuestros nombres entre suspiros. Solo el calor, el pulso, el ahora. Cuando al fin se apartó, apenas, todavía con los labios entreabiertos, me miró con una sonrisa cansada, casi culpable.
—No planeaba esto —dijo, con la voz baja.

—Yo tampoco —respondí—. Pero si lo hubiera planeado… habría sido exactamente así.

Ella rió apenas, esa risa pequeña que siempre me mataba. Se dejó caer sobre mi pecho, y nos quedamos así, enredados entre el silencio y el aroma de la lluvia, sin pensar en lo que venía después. El sol apenas entraba por la ventana, tímido, como si también tuviera miedo de romper la quietud. Había olor a ella en cada rincón. A vino, a piel cálida, a ese perfume que dejaba un eco dulce en el aire. Lía dormía sobre mi pecho, su respiración suave rozando mi piel. La manta había caído al suelo, y la luz acariciaba su hombro desnudo. No sé cuánto tiempo me quedé mirándola. Solo sé que, por primera vez en mucho tiempo, no sentí culpa ni dudas. Solo paz. Le aparté un mechón de pelo del rostro, y ella se movió un poco, murmurando algo entre sueños.
—Cinco minutos más… —susurró, y sonreí sin poder evitarlo.

Esa mujer tenía el poder de desarmarme con nada. Cerré los ojos un instante, respirando despacio, intentando grabar cada detalle en la memoria. Porque sabía que cuando el mundo despertara, cuando las obligaciones, los miedos y las reglas volvieran a golpear la puerta… esto podría volverse un recuerdo.
Y no quería perderlo.

—Dante… —murmuró ella, sin abrir los ojos.
—¿Mm? —respondí.
—¿Te quedás un rato más?

No hizo falta pensarlo.
—Siempre —dije.

Ella se acomodó, pegándose más a mí, buscando mi calor. La abracé con cuidado, y así nos quedamos, mientras la ciudad se desperezaba bajo el invierno. Había silencio, había ternura, había algo que no sabía nombrar. Y justo cuando creí que se había vuelto a dormir, la escuché decir, casi en un suspiro:
—No quiero que esto cambie.



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En el texto hay: romance, amigos de infancia, humor amor

Editado: 18.11.2025

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