La teoría del casi

capitulo XIV

Dante

La guardia había empezado temprano y, como siempre, ya llevaba varias horas sin sentarme un segundo. Revisaba informes, daba indicaciones y pasaba de una sala a otra con el café frío en la mano. Todo igual que siempre, salvo por una cosa. Desde hacía un rato, notaba algo extraño. Cada vez que levantaba la vista, alguien me miraba. Primero una enfermera, después un residente, luego uno de los camilleros. Todos con esa expresión entre curiosa y contenida, como si quisieran decir algo y no se animaran.

—¿Qué pasa? —pregunté al fin, dejando el expediente sobre la mesa y mirando al grupo frente a mí.

—¿Eh? —dijo una residente, disimulando mal—. Nada, doctor.

Fruncí el ceño.
—¿Nada?

—Nada —repitió, bajando la vista al celular.

Los demás hicieron lo mismo. Silencio total. Solo se escuchaba el pitido de los monitores y el zumbido de las luces. Me quedé un segundo más, intentando descubrir qué era lo que tenía de raro. ¿Tenía algo en la cara? ¿La bata manchada? Negué con la cabeza y seguí con lo mío, aunque la sensación de que me estaban observando seguía ahí. Pasaron unos minutos. Estaba apoyado en el mostrador central, escribiendo una orden, cuando sentí una mirada persistente. Era Ramiro, uno de los médicos de guardia con los que más confianza tenía. Me miraba con una media sonrisa.

—¿Qué? —pregunté, sin levantar mucho la voz.

—Nada… —dijo, pero seguía mirándome igual.

—Ramiro. —Levanté una ceja.

—Bueno, no te enojes —rió—, pero… nunca te había visto con eso.

—¿Con qué?

Él señaló con la barbilla hacia mi cuello. Miré hacia abajo y, recién entonces, noté el reflejo plateado que se asomaba por el cuello del uniforme. El dije. El corazón que Lía me había puesto días atrás, el mismo que ella llevaba colgado también.

Tragué saliva y lo empujé disimuladamente bajo la tela, intentando que pareciera natural.
—No es nada —dije, seco, volviendo a escribir.

Ramiro sonrió, divertido.
—Claro. Nada. Un “nada” con forma de corazón y brillos.

Rodé los ojos y traté de ignorarlo, pero sabía que no iba a soltarlo tan fácil. Era de los pocos que me conocían bien, y sabía perfectamente que yo odiaba usar cualquier cosa que colgara o brillara. Ni reloj, ni pulsera, ni cadenas. Nada.

—Te queda bien —dijo al rato, en tono burlón—. Mirá tú, Dante, el tipo más serio del hospital, estrenando joyería.

—No empieces —resoplé, aunque se me escapó una sonrisa que intenté disimular enseguida.

Él me miró, levantando las cejas.
—Ajá. Así que alguien te lo regaló.

—No pienso hablar de eso —respondí, dándole la espalda y tomando la carpeta de la sala dos.

—No hace falta —dijo entre risas—. Tu cara lo dice todo.

Mientras me alejaba, podía escucharlo aún reírse por lo bajo. Negué con la cabeza, pero sin poder evitar que se me curvara la boca. El dije, oculto bajo el uniforme, se movió al ritmo de mis pasos. Lo toqué un segundo, apenas, sintiendo el metal frío contra los dedos. Me dio vergüenza admitirlo, pero sí, me gustaba.
Y por más que intentara mantener la compostura, la verdad era que cada vez que ese pequeño corazón rozaba mi piel, me acordaba de ella. De Lía riéndose, diciendo que nunca me imaginó con algo así. Y de cómo, al final, terminé usándolo sin pensarlo dos veces. Ramiro tenía razón. No era solo un collar. Era ella.
Y aunque nadie lo supiera, me gustaba llevarla conmigo, incluso entre las paredes frías del hospital. El día siguió su curso entre urgencias, diagnósticos y ese cansancio que se te pega al cuerpo cuando llevás muchas horas de pie. Pero, aun así, cada tanto, notaba el roce del dije bajo la tela y me salía una sonrisa. Una de esas que uno no puede controlar. Ramiro me cruzaba cada tanto en los pasillos, con esa cara de “sé más de lo que dices”, y yo hacía lo imposible por ignorarlo.
—Dante, te están ablandando, ¿eh? —me dijo una vez que coincidimos en la sala de descanso, mientras se servía café.

—Estoy igual que siempre —respondí, sin levantar la vista de los papeles.

—Claro, claro. Igual que siempre. Con un corazón colgando del cuello —se burló, dándole un sorbo a su taza.

Lo miré con una expresión que bastó para que se riera solo. Pero no insistió más. Sabía que no lo haría hablar. La guardia siguió tranquila. A la tarde, entre consultas menores y algún paciente con fiebre, me encontré de nuevo solo en la sala de informes. El reloj marcaba las seis, y la luz del atardecer entraba anaranjada por las ventanas. Saqué el dije de debajo del uniforme y lo miré un momento. El metal reflejaba la luz, y por un instante me pareció ver el mismo brillo en los ojos de Lía la noche en que me lo puso.
Recordé cómo se rió cuando intenté decirle que yo no usaba esas cosas. “Entonces empezá”, me había dicho, mirándome con esa expresión tan suya, mitad tierna, mitad desafiante. Suspiré. La puerta se abrió y entró una enfermera, avisando que acababa de llegar un paciente con un corte leve. Asentí, guardé el dije de nuevo bajo el cuello y volví a poner mi cara seria, la que todos conocían. Pero mientras atendía al paciente y le hacía las preguntas de rutina, no pude evitar pensar en ella. En cómo se le enredaba el pelo cuando dormía. En cómo sus dedos jugaban con mi cuello cuando me hablaba bajito. En cómo me miró cuando le puse el collar en el pecho, como si todo el ruido del mundo desapareciera. Cuando terminó la guardia y me fui al auto, me quedé un momento antes de arrancar, mirando el cielo oscuro del verano. El dije brilló otra vez, débilmente, con la luz del tablero. Lo toqué sin pensarlo y, por primera vez en todo el día, murmuré algo en voz baja:
—No pienso quitármelo.

Después sonreí solo, como un idiota, arranqué el auto. El día había sido largo, pero saber que en un rato iba a verla hacía que el cansancio no pesara tanto. Porque si algo había aprendido en los últimos meses, era que Lía tenía una habilidad única: convertir cualquier cosa común —incluso un simple trozo de metal— en algo que valía la pena cuidar. Cuando abrí la puerta, lo primero que me recibió fue el olor. No era el del hospital, ni el del café recalentado de las guardias, sino uno cálido, familiar… a casa. Dejé las llaves en el mueble de la entrada y avancé despacio, aún con la chaqueta puesta. Desde la cocina se veía una luz tenue, y el sonido suave de una copa apoyándose sobre la mesa.



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En el texto hay: romance, amigos de infancia, humor amor

Editado: 18.11.2025

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