La teoría del casi

capitulo XV

LIA

No podía dormir. La habitación estaba en penumbra, iluminada apenas por la luz anaranjada que se filtraba desde la calle. Sentía el pecho calmo, pero la mente despierta, repasando cada momento del día. Entonces, sin decir nada, sentí el roce de sus manos en mi cintura y el calor de su respiración cerca del cuello. Sonreí sin abrir los ojos.
—Pensé que dormías —murmuré.
—Casi —susurró Dante, con la voz ronca del sueño.

Se incorporó un poco y me atrajo hacia él, hasta que quedé sentada sobre sus piernas. Mis dedos se apoyaron en su pecho, sintiendo cómo su corazón latía lento, tranquilo. Él me dio un beso suave en el hombro, otro más arriba, y después uno que apenas rozó la comisura de mis labios.

—No puedes dormir tampoco —dije, sonriendo.

—No, pero creo que no me molesta.

Solté una risa baja y lo abracé del cuello, dejándome llevar por el silencio, por la forma en que sus dedos recorrían mi espalda con esa calma que siempre lograba que todo lo demás desapareciera. No había apuro, ni palabras, ni necesidad de explicar nada. Solo el sonido leve de la respiración de ambos, el roce de su piel contra la mía y la certeza de que, en ese momento, no había lugar más seguro que sus brazos. Por un momento, el silencio se volvió tan cómodo que parecía envolvernos. La habitación estaba quieta, apenas iluminada por la luz cálida que se filtraba desde la calle. Podía sentir el ritmo pausado de su respiración contra mi pecho, el calor de sus manos en mi cintura, firmes pero suaves. Me incliné un poco, apoyando la frente contra la suya. Él sonrió apenas, esa sonrisa que se forma sin querer, y me miró con los ojos entrecerrados.

—Estás muy callada —murmuró con la voz ronca, casi adormecida.

—No quiero hablar —respondí en un susurro—. Me gusta así.

Dante soltó una leve risa, baja, como si no quisiera romper el momento. Sus dedos subieron hasta mi mejilla, rozándola con cuidado, y luego dejó un beso corto, tranquilo, justo en el borde de mis labios.

—eres peligrosa cuando hablás así —dijo, sin despegar su mirada de la mía.

—Y tú cuando me mirás así —le respondí.

Él sonrió otra vez, y entonces me atrajo un poco más hacia él, apoyando su frente en la mía. Sentí cómo sus manos volvían a mi cintura, su respiración rozando mi piel, y todo se volvió simple: el calor, la calma y la sensación de que el tiempo, otra vez, se detenía solo para nosotros. Desperté sobresaltada, sin saber por qué. La habitación estaba completamente a oscuras, salvo por el tenue reflejo anaranjado del reloj sobre la mesita. Eran las tres y media de la madrugada. Me moví apenas, buscando a Dante a mi lado, pero el espacio estaba vacío. La sábana aún conservaba algo de su calor, lo que significaba que no se había ido hacía mucho. Me senté despacio, con el corazón latiendo más rápido de lo normal. El silencio era total; solo se escuchaba el ruido lejano del viento en la calle. En la mesita, justo al lado de mi teléfono, había un papel doblado. Lo reconocí enseguida: su letra, firme y un poco apurada.

Lo abrí con cuidado.

> “No quería despertarte. Me llamaron de urgencia a la clínica, algo de último momento.
No te preocupes, no es nada grave, pero tenían poca gente y preferí ir.
Dormí tranquila, voy a volver antes de que salga el sol.

PD: Si te despertás y me odiás por haberme ido, acordate de que te debo el desayuno.

—D.”

No pude evitar sonreír. Dejé el papel sobre mis piernas, sintiendo esa mezcla entre alivio y ternura que siempre me causaban sus pequeñas notas. Sabía que no podía evitarlo; así era él. Responsable hasta los huesos, incapaz de descansar del todo cuando sabía que alguien lo necesitaba. Me acomodé otra vez en la cama, abrazando su almohada. Aún olía a él. Cerré los ojos y, antes de dormirme, susurré casi sin voz:
—Más te vale volver antes del amanecer, Dante.

Y con esa promesa flotando en el aire, el sueño volvió a ganarme poco a poco. El sonido de la puerta abriéndose me despertó. Todavía no había amanecido del todo: la habitación estaba bañada por una luz azulada, la que aparece justo antes del amanecer. Me giré lentamente, todavía medio dormida, y escuché los pasos de Dante entrando con cuidado, como si temiera despertarme.

—Llegaste —murmuré con voz ronca, sin abrir del todo los ojos.

—No quería hacer ruido —respondió en un susurro.

Se acercó hasta el costado de la cama y dejó algo sobre la mesa de noche. Olía a café recién hecho y a pan tostado.
—¿Es el desayuno que me debías? —pregunté, esbozando una sonrisa.

—Cumplo mis promesas —dijo, sonriendo con cansancio.

Se sentó a mi lado, y pude ver el leve desgaste en su rostro. Ojeras marcadas, la mirada tranquila pero agotada. Aun así, había una ternura en la forma en que me miraba que me desarmó.

—¿Todo bien? —le pregunté, incorporándome un poco.

—Sí, nada grave. Un ingreso inesperado, pero ya está todo bajo control.

Asentí, y sin pensarlo demasiado, apoyé mi cabeza en su hombro. Él pasó un brazo por detrás de mí, acercándome un poco más.
—Podrías haberme despertado —le dije.

—No. Estabas tan tranquila… y yo no quería que esto —dijo, tocando suavemente mi pelo— se mezclara con todo lo que pasa allá afuera.

Me quedé callada, sintiendo el ritmo de su respiración contra mi frente. El cansancio lo envolvía, pero aun así estaba ahí, cumpliendo su palabra.
—Ven, duerme un rato más —le susurré, tirando de su brazo para que se acostara.

Él dudó apenas, pero al final se dejó caer a mi lado. Cerró los ojos, y antes de quedarse dormido, lo escuché decir con voz baja, casi arrastrada:
—Sabía que ibas a decir eso…

Sonreí, acurrucándome contra él. Afuera, el cielo empezaba a aclarar, y en ese silencio suave del amanecer, todo volvió a sentirse en su lugar. Habían pasado unos meses desde aquella madrugada. Nuestra rutina ya estaba tan mezclada que, a veces, ni recordaba cuál era su taza o cuál era la mía. Sus cosas seguían apareciendo misteriosamente en mis cajones, y su cepillo de dientes ya era parte fija del baño. Todo fluía. Todo tenía sentido. Pero había preguntas que, aunque no las dijera en voz alta, empezaban a revolotear en mi cabeza cada vez más seguido. No quería sonar intensa, ni apurada. Solo… quería saber dónde estaba parado él. Dónde estábamos parados los dos. Estábamos en la cocina, él revisando un informe en su tablet, yo sirviendo jugo en dos vasos. Una mañana cualquiera. Tranquila. Seria. Casi aburrida.
Y tal vez por eso, me animé.



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En el texto hay: romance, amigos de infancia, humor amor

Editado: 18.11.2025

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