Dante
La noche tenía algo especial, y no solo porque celebrábamos un año y medio juntos. Habíamos decidido quedarnos en casa, sin prisas, sin llamadas ni guardias que interrumpieran, y eso hacía que todo se sintiera más nuestro.
Lía estaba en la cocina, riéndose mientras servía dos copas de vino. Me acerqué despacio, la abracé por detrás y apoyé la cabeza en su hombro. Su risa se detuvo un instante, luego me dio un beso rápido en la mejilla.
—Feliz aniversario —susurré.
—Feliz… —me respondió con esa sonrisa traviesa que siempre me desarma—. Me parece increíble que hayamos llegado hasta aqui.
Nos sentamos en el sofá, copa en mano, brindando y riendo un poco por tonterías, por recuerdos de la relación. Entre sorbo y sorbo, empezamos a acercarnos, manos entrelazadas, besos suaves, rápidos, coquetos. Cada roce subía la tensión, cada mirada nos decía lo mismo: queríamos más.
—Creo que el vino nos está haciendo muy valientes —dijo ella, mordiendo suavemente su labio inferior.
—Sí… —le respondí con una sonrisa, inclinándome para besarla—. Muy valientes.
Empezamos con besos en el cuello, caricias en la cintura, abrazos que nos acercaban más. Sus dedos se enredaron en mi camiseta, tirando de mí suavemente, y yo respondí con más besos y roces, subiendo la intensidad.
—Otra vez… —susurró ella entre jadeos, divertida y traviesa.
—Sí… otra vez —contesté, levantándola suavemente para llevarla al cuarto, abrazándola contra mí mientras nos reíamos un poco de nosotros mismos y de la “valentía” que el vino nos había dado.
Y ahí nos dejamos llevar por la cercanía, los besos y las caricias, riendo y susurrándonos cosas mientras el resto del mundo desaparecía. Desperté con la luz suave de la mañana colándose por la ventana y el calor de Lía junto a mí. Estábamos abrazados, compartiendo la misma manta, sus brazos descansando sobre mi pecho y mis dedos jugando despacio con los suyos. El silencio de la habitación era cómodo, casi sagrado, y el ritmo lento de nuestra respiración marcaba un compás propio, lejos de todo lo que esperaba afuera. La miré de reojo, su cabello desordenado cayendo sobre su hombro, la piel apenas cubierta por la manta. Sonreí suavemente; verla así, tranquila y cerca, me daba una paz que hacía tiempo no sentía.
—Buenos días —susurré, acercando mis labios a su frente y dejando un beso ligero.
Ella se removió un poco, todavía adormilada, y apoyó la cabeza más cerca de mi pecho. Su respiración se mezclaba con la mía y, por un instante, me quedé ahí, simplemente disfrutando del momento. No hacía falta hablar, no había necesidad de prisas ni palabras. Todo estaba bien así, con nosotros compartiendo la cama, la manta y el silencio, sabiendo que, aunque el mundo siguiera su curso afuera, en ese instante éramos solo Lía y yo, y nada más importaba. La vi moverse un poco más, estirándose lentamente, y dejé que mis dedos recorrieran suavemente su espalda, despacio, como quien no quiere romper un instante perfecto. Sentía el calor de su cuerpo, la suavidad de su piel bajo mis manos, y cada pequeño gesto suyo me hacía sonreír sin poder evitarlo.
—¿Dormiste bien? —pregunté en un susurro, acercando mi cara a la suya.
Ella abrió un ojo, me miró entre adormilada y divertida, y apenas sonrió.
—Sí… mejor que bien —respondió, apoyando su cabeza más cerca de mi pecho.
Me incliné un poco más y dejé un beso leve sobre sus labios, un roce dulce y tierno, mientras acariciaba su brazo con calma. Su mano se deslizó hacia la mía, entrelazando los dedos, y por un momento todo lo demás desapareció: ni guardias, ni trabajos, ni conversaciones complicadas; solo nosotros, la manta, la cama y esa sensación de cercanía que hacía que el mundo fuera un lugar mucho más tranquilo. Nos quedamos así unos minutos, abrazados, respirando al mismo ritmo, antes de que ella dejara escapar un suspiro y apoyara la cabeza sobre mi hombro con un dejo de comodidad absoluta. Esa mañana prometía ser lenta, cálida y nuestra, y no había prisa por que terminara. El sol había subido más alto cuando finalmente nos incorporamos un poco, todavía envueltos en la manta y con el sabor dulce de la mañana compartida. Reímos suavemente mientras desayunábamos algo rápido, Lía acomodándose en la cocina mientras yo recogía un par de cosas. Todo parecía tranquilo… hasta que mi teléfono vibró.
—miré la pantalla y fruncí el ceño—. Es la clínica. Tengo un turno de urgencias.
—¿Ya? —preguntó Lía, con los ojos abiertos de par en par, un poco sorprendida.
Asentí, suspirando, mientras me vestía rápido—. Sí… un paciente pequeño, parece que comió plastilina. tengo que ir.
Ella se acercó y tomó mi mano, apretándola un instante. —Ten cuidado… —susurró, preocupada, pero intentando no mostrarlo demasiado.
—Lo haré —le respondí, sonriendo suavemente para que no se preocupara—. No es nada que no pueda manejar. Solo voy a asegurarme de que esté bien y vuelvo.
Nos abrazamos un momento más, disfrutando del calor del otro, antes de que tuviera que despegarme. Su mano se deslizó por mi espalda, y yo le di un último beso en la frente.
—Te espero cuando vuelvas —dijo, con un dejo de sonrisa que intentaba convencerme de que todo estaba bien.
—Volveré lo antes posible —prometí, dejando que la puerta se cerrara detrás de mí mientras me dirigía a la clínica, con la imagen de su mirada preocupada pegada a la mía. Cada paso que daba hacia el turno me recordaba cuánto quería volver a casa con ella, aunque sabía que la urgencia del trabajo no podía esperar.
Cuando llegué a la clínica, el pequeño ya estaba en la sala de urgencias, con su madre claramente nerviosa. Respiré hondo y me puse manos a la obra: revisión rápida, signos vitales, asegurándome de que no hubiera peligro por la plastilina ingerida. Todo debía ser rápido pero cuidadoso; un niño asustado necesitaba que yo transmitiera calma tanto como tratamiento. Mientras lo atendía, no podía evitar que mi mente volviera a Lía. La imagen de su preocupación y de cómo me había apretado la mano antes de irme me hizo sonreír levemente, aunque estuviera concentrado en cada pequeño gesto del niño. Sus ojos grandes y confiados, y la forma en que se aferraba a su madre, me recordaron por qué elegí esta profesión: proteger y cuidar. Finalmente, después de unos minutos tensos pero controlados, confirmamos que el niño estaba bien y que no había riesgo de complicaciones. Su madre suspiró aliviada y me abrazó agradecida, y yo me permití un momento para soltar un poco la tensión acumulada. Salí del consultorio y respiré hondo, apoyándome en la pared por un segundo antes de tomar mi teléfono. Un mensaje de Lía me esperaba, corto, pero suficiente: