LIA
Apoyo la espalda contra la puerta apenas la cierro y suelto un suspiro largo. El departamento está en silencio, con esa luz cálida de la tarde que se cuela por las cortinas. Desde la cocina escucho a Dante acomodando los regalitos que le dieron en el hospital; tararea bajito, como si no pudiera contener toda la felicidad. Camino hasta la habitación, dejo el bolso a un lado y me siento en la cama. La ecografía está ahí, arriba de la mesita de luz. La miro un buen rato sin tocarla, como si cualquier contacto pudiera borrar ese puntito que hoy escuché latir. Siento una mezcla de amor, vértigo y algo chiquito parecido al miedo… pero uno lindo, que viene solo con las cosas enormes. Agarro el celular. Abro Instagram. Me quedo un rato pensando qué escribir. No quiero sonar súper cursi, pero tampoco hacerme la fría. Al final elijo una foto que nos sacamos en el auto después de la eco: Dante todavía tenía los ojos hinchados de llorar y yo estaba medio escondida en su campera, pero se nota la felicidad en los dos.
Escribo:
“Te estábamos esperando sin saberlo.
6 semanitas y ya nos cambiaste todo.”
Lo miro, lo releo… y lo publico. Ni cinco segundos pasan cuando mi celular vibra. Después vibra otra vez. Y otra.
Mis amigas:
—“AY POR FAVOR QUÉ ES ESTO”
—“NOOOO FELICITACIONES”
—“YA SABÍA YO QUE ESTABAS DISTINTA”
Después familia, conocidos, gente del club. Mi celular no para. Lo dejo boca abajo porque me está empezando a temblar la mano. Me recuesto en la cama con una sonrisa que no me puedo sacar, y apoyo la mano sobre mi vientre todavía plano.
Hola, chiquito, —pienso. “Mirá todo lo que armaste hoy.”
Dante aparece en la puerta, apoyado en el marco, con una sonrisa tan tierna que me derrite entera.
—¿Publicaste también? —pregunta, como si ya supiera la respuesta.
Asiento.
—Sí. Me escribieron todos.
—¿Todos todos?
—Todos —digo, riéndome.
Él cruza la habitación, se sienta a mi lado y deja que su cabeza caiga sobre mi hombro.
—¿Estás bien?
—Sí… muy bien, de verdad.
Dante desliza una mano sobre mi abdomen, suave, casi con reverencia.
—No puedo creer que esté ahí —murmura.
—Yo tampoco. Pero parece que se quiere hacer notar.
Él me da un beso detrás de la oreja.
—Gracias por dejarme vivir esto contigo.
Cierro los ojos un segundo, sintiendo que el pecho me vibra.
—Gracias a ti por emocionarte tanto. Me hizo sentir segura. Mucho más de lo que pensás.
Él me mira como si le hubiera tocado algo profundo sin querer. Me acomodo contra su pecho, él me rodea con el brazo y por un momento el mundo desaparece. El celular sigue vibrando, felicitaciones y mensajes que no paran. Pero aqui, en este departamento chiquito y cálido, solo existimos él, yo y ese latido diminuto que recién empieza a cambiarlo todo. Dante se queda conmigo un rato largo, sin hablar demasiado, solo haciéndome dibujitos lentos en la piel del brazo mientras sigo recibiendo mensajes. Es como si estuviéramos en una burbuja, de esas que no quieres que se pinchen. En un momento, él levanta la cabeza de mi hombro y pregunta:
—¿Queres que llamemos a alguien? A tus papás, a tu hermano… ¿o prefieres esperar?
Muerdo el labio, dudando.
—Quiero contarlo, pero… no sé, todavía estoy como procesando todo.
—Entonces no llamamos —dice Dante enseguida, como si fuera lo más obvio del mundo—. No hay apuro. Que sea cuando tú lo sientas.
Le agarro la mano sin decir nada, porque a veces él tiene esa forma tranquila de aceptarlo todo que me hace sentir contenida sin esfuerzo. Pasamos a la cocina, porque él insiste en que tengo que comer “algo real y no solo emociones”. Prepara tostadas, corta fruta, me sirve jugo… está insoportable de cariñoso, pero en el mejor sentido. No me deja mover un dedo.
Mientras comemos, me mira fijo.
—Hoy casi me pongo a llorar otra vez cuando vi cómo mirabas la eco —dice, entre un suspiro y una sonrisa boba.
—Yo casi lloro —le respondo, riéndome—. Solo que no quería que la médica pensara que estaba loca.
—Si tú llorabas, yo lloraba —admite, y baja los ojos un segundo como si le diera vergüenza.
Me acerco y apoyo mi cabeza en su hombro.
—Ya lloraste igual, Dante —le recuerdo con una sonrisa.
—No hacía falta que lo remarques —responde medio indignado, pero riéndose.
Después de comer nos tiramos en el sofa. Él pone una mano sobre mi barriga de nuevo; parece que se le va solo. Yo lo miro y siento un calorcito en el pecho que no sé ni cómo describir.
—¿Y tú cómo estás? —pregunta él, suave.
—¿Física o emocionalmente?
—Las dos.
—Física… cansada, pero bien. Emocionalmente… feliz. Mucho. Y muerta de miedo también.
Dante me abraza más fuerte.
—El miedo lo manejamos juntos. No te voy a soltar ni un segundo, Lía.
Me quedo callada. No porque no sepa qué decir, sino porque me pega ese golpecito dulce de emoción que te deja muda. La tarde se pasa muy, muy despacio. A propósito. Los dos estamos en un modo raro: felices, tiernos, medio tontos. Y cada tanto él vuelve a mirar la ecografía que dejé sobre la mesa, como si necesitara confirmar que es real.
—Es muy loco —murmura de repente—. Saber que vamos a ser tres.
Me apoyo en su pecho, escuchando el ritmo tranquilo de su respiración.
—¿Qué quiered hacer hoy? —pregunta.
Levanto la cabeza apenas.
—Nada. Quedarme aqui. Contigo.
—Perfecto —dice él, y me besa la frente—. Hoy nadie nos toca.
Y así nos quedamos. Envueltos en mantas, me acariciándonos sin apuro, hablando bajito, soñando sin darnos cuenta.
Mis días volvieron a la rutina… pero no exactamente igual. Era como si ahora caminara con un cartel invisible que dijera “mamá primeriza, traten con cariño”. En el trabajo apenas entré, tres compañeras dejaron lo que estaban haciendo y vinieron directo a mí: