La teoría del casi

capitulo XVIII

Dante

Cuando por fin nos acostamos, ya había pasado bastante desde que Lía me había rescatado el día con masajes, comida y esos besos que me dejaban mejor que cualquier analgésico. Ella se acomodó contra mi pecho, una pierna sobre la mía, y yo pasé una mano por su espalda mientras la otra descansaba sobre su panza, como si ya me hubiese vuelto un gesto automático. La habitación estaba en penumbra, solo la luz tenue del velador encendida.
Y entonces Lía, con esa voz bajita y tranquila que usa cuando ya está por dormirse, dijo:

—Vamos a tener que hacer lugar para el bebé, ¿sabés?

Me quedé en silencio un segundo. No por miedo.
Por la imagen que me golpeó de repente: nosotros dos, y ese alguien más que venía en camino y que ya había empezado a cambiar todo.

—Sí… —respondí, pasando el pulgar sobre su abdomen—. Estuve pensando en eso también.

Ella levantó un poco la cabeza, mirándome.

—¿Qué ideas tenés?

Suspiré, ordenando mentalmente la lista que ya venía armando desde hace días.

—Para empezar, el cuarto que usamos de depósito… —le dije—. Hay que vaciarlo entero. Podemos poner los estantes en la sala de estar, al lado de la biblioteca. Y el escritorio lo podemos pasar a nuestra habitación, en el rincón cerca de la ventana.

—¿Y la cama plegable? —preguntó.

—La vendemos. Nunca la usamos —respondí riendo.

Lía rió también, suave, con esa risa que siempre me afloja el pecho.

—¿Y qué más? —preguntó, apoyando la barbilla sobre mi pecho.

—El ropero. —Hice una mueca—. Mitad para ti, mitad para mí… y un pedacito para el bebé.

—¿Un pedacito? —frunció el ceño.

—Bueno… un cuarto. —Me corregí rápido—. O… la mitad también.

Ella me dio un golpecito suave con la mano, divertida.

—Mejor.

Asentí, dejando que mi mano bajara a su cintura.

—También hay que poner trabas en las ventanas de la sala de estar —seguí—. Y tapar los enchufes. Y comprar una alfombra antideslizante para cuando empiece a gatear. Y—

—Dante… —me interrumpió, sonriendo—. Falta un montón para eso.

—Sí, pero… —me encogí de hombros—. No puedo evitarlo.

Lía me miró de una forma que me desarmó por completo. Esa mezcla de ternura, sorpresa y algo así como orgullo.

—Eres un exagerado —dijo, acercándose para besarme—. Pero te amo así.

Mi mano se cerró de forma inconsciente sobre su espalda, atrayéndola más.

—Solo quiero que todo esté listo —murmuré—. Que nada falte. Que no le falte nada a ninguno de los dos.

Ella se acomodó otra vez contra mi pecho, acariciándome con la punta de los dedos.

—No nos va a faltar nada —susurró—. Ya tenemos lo más importante.

—¿Qué cosa?

—tú.
—Y tú también —agregué.

Y nos quedamos así, abrazados, pensando en estantes que mover, muebles que cambiar… pero sobre todo en ese pequeño corazón que, sin haber nacido, ya estaba reorganizando todo lo que éramos. Lía se acurrucó un poco más y pensé que ya se había dormido, pero después de un rato movió la mano sobre mi pecho, despacito, como si buscara asegurarse de que yo seguía ahí. Me dio un beso suave en la piel, casi sin hacer ruido, y murmuró:

—¿Y la cuna dónde la vamos a poner?

Sonreí sin abrir del todo los ojos.

—En nuestro cuarto, por ahora. —Le acaricié el brazo—. No pienso dejarlo solo en otra habitación tan chiquito.

—¿Y después? —preguntó, con un hilito de voz.

—Después la pasamos al cuarto nuevo. Cuando tenga unos meses. —Hice una pausa—. Ya estuve viendo cunas que se hacen cama. Así sirve por años.

Lía levantó la cabeza, sorprendida.

—¿Estuviste viendo? ¿Cuándo?

Me encogí apenas de hombros.

—Hoy, un ratito… entre pacientes.

Me miró como si no supiera si reírse o abrazarme más fuerte.

—Eres un exagerado —repitió, pero sonreía de una forma que casi hacía doler.

—Soy papá —respondí en voz baja—. Supongo que viene incluido.

La escuché respirar hondo, como si esa frase le acomodara algo en el pecho. Se deslizó un poco hacia arriba y apoyó su frente contra la mía, mirándome con esa intensidad tranquila que solo ella tiene.

—Me gusta cómo te queda eso —susurró.

—¿El qué?

—Papá.

Tragué saliva. No lo esperaba. Me agarró tan desprevenido que sentí que la garganta se me apretaba.

—Todavía falta para que nazca —dije despacio—… pero sí. Creo que ya lo soy.

Ella sonrió, esa sonrisa mínima que le ilumina los ojos. Me rozó la boca con la suya, suave, casi un suspiro.

—Entonces vamos a hacer lugar… —susurró—. Para el bebé. Para su ropa. Para sus cosas. Para todo lo que venga.

Yo apoyé mi mano grande sobre su barriga, caliente bajo su piel.

—Para él, para ella… como sea —dije—. Va a tener todo.

Lía cerró los ojos, como si se aferrara a ese momento. Yo también. Porque no sé cuánto tiempo estuvimos así, respirando al mismo ritmo. Dos adultos que hacía un año y medio solo intentaban llevar una relación tranquila… y ahora estaban planificando muebles, cunitas y ventanas seguras. Ella se quedó dormida primero, su respiración suave contra mi clavícula. Yo me quedé despierto un rato más, mirando el techo, pensando en cómo un departamento podía parecer chico… hasta que alguien más lo agrandaba desde adentro. Y mientras acariciaba el borde de su barriguita con la punta de los dedos, lo único que me salió en un murmullo fue:

—Ya te estamos esperando, enano. O enana. Cuando quieras.

Yo estaba por dormirme, ya medio hundido en el sueño, cuando sonó mi celular. Ese tono específico.
El tono que nunca trae buenas noticias. Me incorporé despacio, para no moverla, pero Lía igual abrió los ojos al instante, como si tuviera un radar para mis guardias.

—¿Amor? —murmuró, con la voz pastosa.

Miré la pantalla y ya sabía: urgencias. Un caso complicado. Tenía que ir.

—Me necesitan —susurré, apoyando la frente en su sien.



#2407 en Novela romántica
#780 en Otros
#323 en Humor

En el texto hay: romance, amigos de infancia, humor amor

Editado: 18.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.