Dante
Entramos al hospital todavía medio dormidos. Era temprano, ese horario en el que todo parece más silencioso de lo normal, incluso el eco de los pasos en el pasillo. Lía apretaba mi mano mientras caminábamos hacia consultorios, y yo no podía dejar de mirar cómo su barriga ya marcaba perfectamente la curva de nuestro bebé. Nuestro. Cada vez que lo pensaba me daba ese nudo en el pecho, mezcla de emoción y ese miedo lindo que te revuelve un poco todo.
—¿Seguro que era el consultorio 5? —le pregunté, más para hablar que por otra cosa.
—Sí —respondió ella—. Y acuérdate que hoy no está mi obstetra, me va a ver una colega suya.
Asentí, aunque ya lo sabía. Igual me daba un poco de cosa cambiar de profesional de un día para el otro, pero bueno… una eco es una eco. Nos llamaron enseguida. Entramos. La colega era joven, sonriente, con ese tono cálido que te baja un poco las defensas.
—Pónganse cómodos —dijo mientras preparaba el gel y encendía la máquina—. ¿Semana 30, ¿no?
—Sí —respondió Lía, acomodándose y levantándose la remera. Yo me puse al lado, automático, con una mano en su hombro.
La obstetra empezó a pasar el transductor y la imagen gris tomó forma. Ya podía reconocer la cabecita de Elliot sin ayuda, los movimientos, esa sombrita que ya nos era tan familiar. De pronto, la médica frunció apenas el ceño, no preocupada, sino intrigada. Miró el monitor, volvió a mirar y, como si fuera lo más normal del mundo, preguntó:
—¿De qué tamaño era el bebé B la última vez?
Mi cerebro hizo corte total. Lía me miró despacio, buscando en mis ojos si yo también había escuchado lo mismo.
—¿Perdón? —alcancé a decir.
La obstetra nos miró, genuinamente confundida por nuestra reacción.
—Sí, el bebé B —repitió—. ¿No tienen anotado cuánto pesaba cada uno en el último control?
El silencio se volvió pesado entre los tres. Yo sentí el corazón subir hasta la garganta.
—Es… —Lía respiró hondo— …uno. Siempre fue uno.
La médica se quedó quieta un instante, después volvió a pasar el transductor un poco más abajo, hacia un costado, como buscando algo. Pero esta vez su gesto ya no era solo de curiosidad: era de duda técnica. De esas dudas que uno reconoce cuando algo no coincide con lo esperado.
—Un momento… —murmuró.
Apartó el transductor, nos dedicó una sonrisa suave y profesional.
—Chicos, esperen un segundo. Quiero consultar algo con su obstetra. No se asusten, ¿sí? No es nada malo, solo quiero corroborar una cosa.
Yo asentí sin entender nada. Lía tragó saliva, con los ojos más abiertos de lo normal. La médica salió del consultorio. A los pocos segundos, escuchamos voces apagadas en el pasillo.
—…pero el registro dice un solo feto… —decía la colega.
—Claro que es uno solo —respondió la titular—. ¿Me estás diciendo que estás viendo dos…?
—Sí, dos. Uno muy evidente, enorme para la edad gestacional… pero el otro está detrás, pegado a la zona de la columna del bebé A. Con esa posición era casi imposible verlo en controles anteriores.
Minutos después. El sonido de sus pasos se acercó y ambas entraron otra vez.
Ahí recién noté el detalle que delataba la situación: la obstetra titular estaba impecablemente vestida, con un traje oscuro, elegante, claramente de una reunión o una presentación importante. El pelo perfecto, el maquillaje sutil… definitivamente había salido de algo serio solo para venir hasta nuestro consultorio. Y eso me dio una mezcla de tranquilidad y shock. Sin perder tiempo, se sentó frente al monitor, y la colega volvió a apoyar el transductor sobre la barriga de Lía con un cuidado especial.
Un movimiento.
Una cabecita.
Y luego, otra.
Separada, detrás, más discreta. Pero ahí. La titular amplió la imagen y sonrió, sorprendida y sincera.
—Bueno… parece que tenemos un hallazgo importante hoy.
Mi respiración se cortó. Lía me apretó la mano con fuerza.
—Son dos bebés —dijo la obstetra, girando la pantalla hacia nosotros—. Gemelos. El bebé B estaba escondido detrás del bebé A, pegado a la zona de su columna. Y como el bebé A es muy grande para las semanas, básicamente lo estaba cubriendo por completo. Era muy poco probable verlo antes.
Mi cabeza dio un giro tan fuerte que tuve que parpadear varias veces.
Dos.
Dos bebés.
Nuestros dos bebés.
Lía se llevó una mano a la boca, sus ojos llenándose en un segundo. Yo sentí la garganta cerrarse.
—¿En… serio…? —pregunté, apenas audible.
—En serio —respondió la obstetra, cálida—. Y están perfectos. Ambos.
Dos.
Dos.
Y todo nuestro mundo cambiando en un solo segundo. Asentí sin terminar de procesar nada y volví a mirar la pantalla, como si de golpe el cerebro necesitara pruebas visuales para creer lo que estaba pasando. Dos pequeñas siluetas. Dos. El bebé A, enorme, moviéndose como siempre, dueño y señor del espacio.
Y detrás, más discreto, pero perfectamente formado, el bebé B. Pegado a su columna, como si estuviera cómodamente escondido ahí desde el principio. La obstetra titular siguió explicando mientras ajustaba la imagen:
—Miren aquí —señaló—. Este es bebé A… y este de aquí, bien pegadito detrás, es bebé B. La posición es extremadamente inusual y, sumado al tamaño del primero, hacía que fuera casi imposible detectarlo antes. Pero aquí está. Muy activo también, por cierto.
Lía soltó una risa temblorosa, mitad shock, mitad emoción pura.
—No… no lo puedo creer —dijo apenas—. ¿Dos…?
Yo le acaricié el hombro, sin sacar los ojos del monitor.
Sentía una mezcla rara entre ganas de llorar, reír, abrazar a alguien, tirarme al piso… todo junto. La colega asintió, una sonrisa cómplice en la cara.
—Los dos tienen muy buenas medidas. El bebé A está bastante por encima del promedio, pero eso ya lo sabíamos. El bebé B está dentro de lo esperable para la edad gestacional, solo que… escondido.