Lía
Me despierto despacio, como si mi cuerpo estuviera flotando entre la anestesia y la realidad. Parpadeo un par de veces, intento reconocer la habitación… y entonces escucho algo que me ancla por completo. La voz de Dante. Cantando.
—A mí me volvió loco tu forma de ser… —tararea bajito, casi en un murmullo rasposo de cansancio— tu egoísmo y tu soledad… son estrellas en la noche… de la mediocridad…
Abro los ojos del todo. Y la escena me parte el pecho en dos. Dante está sentado al lado de mi cama, en una silla que claramente no fue hecha para medir metro noventa y ocho. Tiene la espalda vencida del sueño, la bata torcida, el pelo desordenado… y a los dos bebés apoyados en su pecho. Uno a cada lado. Como si siempre hubieran sido su lugar. Elliot dormido, con la boquita abierta. Eliseo medio despierto, haciendo ruiditos suaves mientras mueve una mano al aire. Y Dante, con ese cuidado instintivo que jamás lo había visto usar, le guía la manito a Eliseo para acomodarla sobre su pecho.
—Me volvió loco tu forma de ser… —sigue cantando, bajito, casi en una risa cansada.
Yo me quedo quieta, absorbiéndolo. Cómo los sostiene. Cómo respira despacio para no moverlos. Cómo los mira cada tanto, como si no pudiera creer que existen. Hasta que nota que estoy despierta.
—Ey… —susurra, sonriendo con esa mezcla de alivio y ternura que me derrite—. Hola, amor.
Me aclaro la garganta, la voz todavía dormida.
—Hola… ¿desde hace cuánto…?
—No sé. —Me mira un segundo, después baja la vista hacia los bebés—. Desde que los trajeron. Me los dieron y… bueno. Ya no me los quise sacar de encima.
Lo dice como si nada, pero se le nota el brillo en los ojos. Ese brillo que yo conozco. El de cuando ama tanto que se le desborda.
—¿Estabas cantándoles? —pregunto, aunque la respuesta es obvia.
—Yo no —dice él, como si fuera lo más serio del mundo—. Los estoy educando.
—¿Educando?
—Sí. —Se encoge de hombros muy despacio para no moverlos—. No voy a permitir que mis hijos crezcan sin saber lo que es buena música.
Me río bajito, y me duele un poquito el abdomen, pero no me importa. No puedo dejar de mirarlo. Está completamente enamorado. Completo. Rendido. Mis hijos sobre él. Mi pareja cantándoles. Y todo se siente tan… correcto.
—Dante… —susurro, tragando un nudo—. No podía haberme despertado con algo más lindo que esto.
Él baja la mirada, un poco tímido, un poco orgulloso.
—Quería que no estuvieran solos cuando abrieras los ojos —dice suavemente—. Y quería que los vieras así. Conmigo. Los tres juntos.
Cierro los ojos un segundo porque la emoción me pica atrás de la nariz.
—¿Puedo… tenerlos un ratito? —pregunto.
Él se levanta despacito, como si llevara dos tesoros de vidrio.
—Claro que sí —me sonríe, inclinándose con cuidado—. Pero ojo… estos dos ya me tienen loco perdido.
Y cuando me pasa primero a Eliseo y después a Elliot, siento que el mundo entero se me acomoda en el pecho. Porque no solo amo a mis hijos. Amo al hombre que los sostiene como si fueran su vida entera. La semana en el hospital se me hizo eterna y cortísima al mismo tiempo. Cada día tenía un ritmo extraño, como si todo girara alrededor de los gemelos y del sonido que hacían cuando respiraban. Todavía me costaba procesar que ya estaban aqui. Que ya eran nuestros. Dante se movía por la habitación como si lo hubiese hecho toda la vida. Cambiaba pañales, buscaba a las enfermeras cuando tocaba control, los acunaba, les hablaba… y cada vez que pensaba que ya no podía amarlo más, hacía algo y me demostraba que sí, que se podía. La primera vez que me pude levantar por mi cuenta, lo vi inclinado sobre Eliseo, ajustándole la mantita, mientras Elliot dormía sobre su pecho como si fuera su lugar definitivo en el mundo. Cuando me vio despierta, sonrió grande, esa sonrisa que le llega a los ojos.
—Mirá quién anda de pie —me dijo, acercándose con cuidado, como si yo fuera de cristal.
Los días siguientes fueron pura adaptación: aprender a amamantar con puntos todavía tironeando, entender por qué lloraba cada uno, turnarnos por las noches, y ese equilibrio raro entre la emoción y el cansancio que se siente como un temblor en el pecho. Pero ya para el final de la semana, los doctores dieron la noticia que veníamos esperando.
—Están perfectos. Si siguen así, mañana se van a casa.
Sentí un alivio tan grande que se me llenaron los ojos enseguida. No veía la hora de estar en nuestra casa, en nuestra cama, con nuestros hijos, sin horarios de controles ni pasadas de enfermeras, sin luces blancas. Solo nosotros cuatro. Esa última noche en el hospital, me costó dormir. Me quedé un rato mirándolos en las cunas transparentes, cada uno con sus manitos cerradas, sus piecitos apenas asomados por la manta, parecidos pero distintos. Eliseo más tranquilo; Elliot más inquieto, como si necesitara asegurarse de que todo estuviera bien. Dante se acostó a mi lado, sin despegar los ojos de ellos.
—¿Te cae la ficha? —me susurró.
—Todavía no —admití—. Pero creo que en casa sí.
Él apoyó su frente contra la mía y suspiró.
—Yo ya no sé cómo vivía antes sin ellos. O sin ti.
Cerré los ojos un segundo. Era demasiado. Demasiado amor, demasiada ternura, demasiado todo. A la mañana siguiente nos entregaron los papeles, revisaron por última vez a los gemelos, y nos dejaron irnos. Dante cargó las sillitas, después a los bebés, y cuando me ayudó a subir al auto, se quedó un momento mirándonos a los tres, como memorizando la escena.
—Bueno —dijo, sonriendo bajito—. Nos vamos a casa.
Mi casa. Sus casa. Nuestra casa. Los cuatro. El viaje en auto fue… raro. No por el camino, sino por el silencio. Uno pensaría que con dos bebés recién nacidos habría llantos, pero no. Elliot dormía profundo, y Eliseo solo hacía algún ruidito cada tanto, como un quejido suave. Yo iba en el asiento de atrás, inclinada hacia ellos, mirándolos cada dos segundos para confirmar que respiraban. Dante miraba por el retrovisor más que a la ruta.