Dante
Los cuatro años habían pasado volando. Elliot y Eliseo corrían de un lado a otro, riendo y peleando por ver quién armaba la torre de bloques más alta, mientras la luz del sol entraba por las ventanas y llenaba la sala de un calorcito que hacía todo más tranquilo y familiar. Yo estaba sentado en el piso, ayudando a los chicos a encajar las piezas, mientras Lía se acomodaba a mi lado, observándolos y riéndose cada vez que uno de ellos perdía el equilibrio y los bloques caían por todos lados. Su sonrisa era contagiosa, y por un instante me olvidé de todo lo demás.
—¡Mirá, papá, mirá! —gritó Elliot, levantando orgulloso una torre que se tambaleaba peligrosamente.
—¡Cuidado, cuidado! —le advertí, pero antes de que pudiera reaccionar, Eliseo empujó suavemente uno de los bloques, y la torre se derrumbó en un ruido estrepitoso que nos hizo reír a todos.
Lía apoyó su cabeza en mi hombro y suspiró, divertida y cansada al mismo tiempo. Yo le pasé un brazo por la cintura y la abracé, mientras los niños corrían de nuevo por la sala, sin preocuparse por nada más que su juego. Me incliné un poco hacia Lía y susurré:
—No sé cómo lo hacemos, pero cada día me parece más increíble verlos crecer… y vernos a nosotros juntos.
Ella me miró con esos ojos llenos de ternura y me sonrió, apoyando suavemente su mano sobre la mía. Me quedé así un momento, disfrutando de la risa de los niños, del calor del sol, del silencio cómodo entre nosotros, y de esa sensación tranquila y perfecta de estar en casa, juntos. Nada más importaba en ese instante. Solo ellos, nosotros, y la vida que habíamos construido.
En la tarde, Me acerqué a Lía mientras ella acomodaba algunos juguetes en la sala, y apoyé suavemente una mano sobre su hombro.
—Amor —dije con una sonrisa—, hoy quiero que te pongas fabulosa.
Ella me miró con curiosidad, arqueando una ceja mientras seguía acomodando los bloques.
—¿Fabulosa? —repitió—. ¿Qué tenés en mente?
—Te voy a llevar a un lugar hermoso —respondí, dejando que mi voz se tiñera de emoción—. Nada de niños esta noche, solo tú y yo.
Sus ojos se iluminaron un poco, y se detuvo, dejando los juguetes a un lado.
—¿En serio? —dijo bajito, con una mezcla de sorpresa y emoción—. Pero… ¿qué pasa con Elliot y Eliseo?
—Están más que cuidados —le aseguré, dándole un guiño—. Esta noche es para nosotros. Solo necesitamos dejarnos llevar y disfrutar.
Lía sonrió, un poco tímida, y me tomó de la mano. Sentí ese cosquilleo en el pecho, esa sensación de que incluso después de tanto tiempo y tanto amor compartido, todavía podía sorprenderla y que nos quedara toda una noche por delante, solo para nosotros.
—Bueno… —murmuró, jugueteando con mi mano—. Entonces voy a ponerme fabulosa.
Asentí, apretando su mano suavemente. Esta noche sería nuestra. Y nada podía arruinarlo. Al llegar la noche, Conduje con cuidado mientras Lía estaba a mi lado, con una venda sobre los ojos que la hacía sostener mi brazo un poco más de lo normal. Su respiración era tranquila, pero podía sentir la emoción y la curiosidad vibrando a través de su cuerpo.
—¿Estás nerviosa? —pregunté con una sonrisa, sin apartar la vista de la carretera.
—Un poquito —murmuró, apretando mi brazo—. No sé qué esperar…
—Confía en mí —dije suavemente, acariciando su mejilla por encima de la venda—. Solo relájate y disfruta del misterio.
Ella soltó un pequeño suspiro y apoyó la cabeza un instante en mi hombro. Pude sentir cómo se relajaba un poco más mientras yo guiaba el auto por calles conocidas y otras no tanto, disfrutando del silencio cómodo que compartíamos, solo roto por el murmullo del motor.
—¿Cuánto falta? —preguntó con una sonrisa contenida en la voz.
—Ya casi llegamos —respondí—. Solo quiero que mantengas la venda hasta que te diga. Va a valer la pena.
Sentí que su mano apretaba la mía con un poco más de fuerza, y sonreí por dentro. Esta noche no era solo un paseo: era un pequeño juego entre nosotros, una excusa perfecta para recordarnos que, después de tantos años y tantas aventuras, aún podíamos sorprendernos el uno al otro.
—¿Cómoda? —le pregunto mientras siento cómo busca mi mano a tientas, con esa venda tapándole los ojos pero no su instinto de aferrarse a mí.
Asiente, aunque puedo notar el pequeño temblor que siempre tiene cuando no sabe a dónde la llevo. Me encanta. Me derrite. Bajo un poco la velocidad y dejo que mis dedos se deslicen por su pierna, despacio, como si quisiera memorizar cada línea.
—No hagas trampa —susurro, acercándome a su oído.
—No estoy haciendo nada —responde, indignada… pero sonríe. Lo sé. Aunque no la vea, la conozco demasiado.
El auto avanza por la ruta y las luces de la ciudad quedan atrás. Ella nota el cambio por el sonido, por cómo el viento pega distinto, por la quietud que empieza a rodearnos. Aprieta un poco mis dedos.
—¿Estamos lejos? —pregunta en un murmullo.
—Falta un poquito. Y te prometo que vale la pena.
Apoya la cabeza contra la ventanilla, como si quisiera escuchar el mundo exterior para adivinar algo. No puede. Y me fascina verla así: entregada, confiando en mí sin una sola duda. Cada tanto se mueve, acomoda la venda, suspira, intenta orientarse. Y yo… yo voy disfrutando cada reacción.
—Dante… —dice de repente, casi en un ruego suave— ¿me podés dar una pista?
—Mmm… —me hago el que lo pienso de verdad—. Está oscuro.
—Todo está oscuro, tengo una venda —responde entre risas.
—Ok, otra pista: hoy no hay niños, no hay horarios y no tienes que preocuparte por nada más que por mí.
La oigo tragar, lenta. Esa frase siempre le hace algo. Sigo manejando mientras la observo de reojo. Está preciosa, incluso sin ver, incluso inquieta. Sus manos se enredan con las mías cada vez que puede, como si necesitara comprobar que sigo ahí. Paso mi pulgar por su piel y siento cómo se estremece apenas. La ruta se vuelve un camino más angosto y los árboles empiezan a rodearnos. Bajo un poco la música para que escuche el silencio del lugar.