Lía
La música empieza a sonar y el murmullo del salón se apaga como si alguien hubiera bajado un interruptor. Me quedo quieta un segundo, respirando hondo, sintiendo cómo el vestido se acomoda a mi cuerpo y cómo el perfume de las flores del ramo se mezcla con el aire tibio. A cada lado mío, tomándome fuerte de las manos, están Elliot y Eliseo. Los dos van impecables, con sus trajes pequeños, el moñito que les acomodé diez veces y esos zapatos que hacen un ruidito adorable contra el piso. Elliot camina con paso más corto, mirando el suelo como si tuviera miedo de tropezar. Eliseo, en cambio, va con el pecho inflado, avanzando con una seguridad que no sé de dónde sacó.
—Mamá, estamos lindos, ¿no? —susurra Eliseo, sin dejar de mirar al frente.
—Son perfectos —les respondo, apretándoles las manos—. Y hoy nos esperan los dos allá adelante.
Ellos levantan la vista conmigo. Y ahí está Dante. De pie en el altar. Inmóvil. Mirándonos como si estuviéramos detenidos en el tiempo. Cuando me ve entrar con los mellis a cada lado, su cara cambia por completo. Sus ojos se agrandan, se llenan de brillo y luego de lágrimas que intenta contener apretando los labios. Respira hondo… pero la emoción le gana, y una lágrima se le escapa antes de que pueda evitarlo. No se mueve. No parpadea. Solo nos mira. A los tres. Como si no pudiera creer que esta es realmente su familia. Como si todo lo que soñamos, todo lo que luchamos y todo lo que sobrevivimos lo trajera a este instante exacto. Mis hijos aprietan un poquito más mis manos cuando avanzamos. Elliot mira a su papá emocionado, como si entendiera algo importante. Eliseo sonríe, orgulloso, como si estuviera presentando a su mamá al mundo. Y yo… yo siento que el pecho no me alcanza. Que el corazón se me sale. Que entro a ese pasillo de la mano de los dos amores que nos cambiaron la vida y voy hacia el hombre que nos la sostuvo. Los tres juntos. Los tres caminando hacia él. Como siempre debió ser. Como siempre soñamos. A mitad del pasillo, con el murmullo ya convertido en un suspiro colectivo, avanzo tomada de las manos de mis dos hijos. Ambos con el mismo traje miniatura que casi me quiebra de ternura. Uno camina mirando al frente, serio, como si entendiera perfectamente la importancia del momento. El otro, más inquieto, juega con mis dedos para asegurarse de que no lo suelte. Mis hijos. Nuestros hijos. Los dos guiándome hacia él. Respiro hondo. El perfume suave de las flores se mezcla con el sonido de mis pasos y el roce del vestido. Pero todo, absolutamente todo, pierde intensidad cuando levanto la vista y lo encuentro. Dante. Esperándome. Rotísimo de emoción. Tiene los ojos húmedos, rojos, brillantes. Los labios apretados en ese gesto que le conozco cuando está a segundos de quebrarse. Su traje le queda perfecto, pero más perfecto aún es cómo me mira, como si no pudiera creer que esto está pasando. Y yo… yo también siento lo mismo. Porque a mitad de camino, el mundo entero se reduce a esa mirada.
Uno de mis hijos me da un pequeño tirón, impaciente por llegar. El otro levanta la vista hacia mí como preguntándome si estoy bien, y casi me río. Estoy tan lejos de estar “bien”: estoy atravesada, desbordada, completamente hecha pedazos de amor por todos lados. Cuando faltan apenas unos metros, ellos sueltan mis manos y se adelantan, ubicándose uno a cada lado del altar, exactamente como lo habían practicado. Dos pequeñas sombras idénticas, derechitas, orgullosas, con las manitos cruzadas adelante. Y ahí quedo yo, frente a Dante, sintiendo que las rodillas me tiemblan. Él deja escapar una risa suave, quebrada, como si no pudiera controlarla. Y cuando por fin habla, su voz sale ronca, más baja de lo normal, temblorosa.
—Mírate… —murmura—. No sé cómo voy a hacer para no llorar todo el día.
Sus palabras me atraviesan. Mi pecho se aprieta. Yo solo puedo sonreír, porque si intento hablar, me rompo entera. El mundo se queda quieto. Él me mira como si tuviera frente a él un milagro. Y yo… yo siento que sí. Que lo es. Que siempre lo fue. El oficiante nos pide que demos un paso más cerca, y Dante me ofrece su mano. La tomo sin dudar, sintiendo el calor de sus dedos envolverse con los míos. Sus pulgares tiemblan un poco, y eso me derrite más de lo que debería.
La ceremonia empieza… y el murmullo se apaga hasta transformarse en un silencio expectante, casi sagrado.
—Hoy estamos aquí para celebrar la unión de Dante y Lía… —empieza el oficiante, con una voz cálida que parece abrazar todo el lugar.
Pero yo apenas escucho. Estoy demasiado concentrada en él. Dante no deja de mirarme. No una mirada cualquiera… esa mirada suya que es pura devoción, pura certeza, puro “no me imagino un mundo sin ti”. Cada palabra del oficiante cae en algún lugar del fondo de mi cabeza, pero sus ojos… sus ojos los escuchan completos por mí. Mis hijos, a los costados, están solemnemente quietos. Uno mira a Dante como si lo estuviera imitando, serio, concentrado. El otro mira a mí, como si quisiera asegurarse de que no voy a llorar. Me muerdo el labio para no reírme del contraste.
—El matrimonio —continúa el oficiante— es un compromiso que se construye cada día. No es solo amor, es compañía, elección, confianza, entrega…
Siento que Dante aprieta un poquito mi mano, como si ese “entrega” lo hubiera tocado directo. Levanta mis dedos sin siquiera mirarlos, y los acaricia con el pulgar, lento… suave… como si necesitara recordarse que estoy ahí, que esto está pasando de verdad. Mis lágrimas ya empiezan a picarme detrás de los ojos.
—…y hoy ustedes dos vienen a reafirmar algo que ya llevan años construyendo juntos —dice el oficiante—. Una familia. Un hogar.
Trago saliva. Dante baja la vista por un instante, como si esas palabras lo hubieran golpeado fuerte. Cuando vuelve a mirarme, está aún más rojo, más emocionado, más vulnerable. Y yo me enamoro otra vez. Más fuerte. Más profundo.