Dante
El tiempo parecía comprimido, cada segundo pesado y a la vez veloz. Estaba arrodillado frente a Lía, tomando sus manos, sintiendo cada contracción con ella como si fueran una sola respiración. La obstetra daba instrucciones precisas, y yo no quitaba la vista de la parte baja de Lía, donde Lucero comenzaba a asomarse. Cada pequeño movimiento de la cabeza de nuestra hija me arrancaba un nudo en la garganta. No era solo un momento médico; era la culminación de años, de esperas, de sueños y miedos compartidos.
—Ya casi, Lía —susurré, mi voz temblando un poco—. Puedes, amor, respira profundo… yo estoy acá, todo va a estar bien.
La cabeza de Lucero apareció un poco más en cada contracción. Mi corazón latía como loco y no podía dejar de sentir un orgullo y amor que me envolvía todo. La obstetra me indicaba cuándo sujetar y cuándo acompañar, y yo seguía cada instrucción, apoyando mis manos con cuidado para no estorbar, solo sosteniendo, guiando, acompañando.
—Ahí está… —dije suavemente, con un hilo de voz—. Lucero, mi amor… papá está aquí.
Cada vez que la cabeza avanzaba, podía ver la vida en sus movimientos, sentir el milagro de haberla creado junto a Lía. No podía dejar de repetir para mis adentros cuánto la amaba a ella y cuánto ya amaba a Lucero, antes siquiera de que sus manitas estuvieran en mis brazos. Finalmente, con un último esfuerzo de Lía, la vi del todo. Lucero estaba aquí. Y yo estaba allí, temblando de emoción, con lágrimas queriendo salir, listo para recibirla y darle la bienvenida al mundo que la esperaba, lleno de amor. Vi cómo la cabecita de Lucero se asomaba lentamente, cada pequeño avance acompañado por el esfuerzo y el dolor de Lía. Mis manos temblaban, no de miedo, sino de emoción pura. Tomé una de sus manos y la apreté suavemente, murmurándole al oído:
—Empuja, amor… ya casi está… yo estoy acá.
La obstetra daba instrucciones precisas, y yo seguía cada palabra, observando cómo la cabecita giraba ligeramente, buscando salir de la mejor manera posible. Cada segundo parecía eterno y, al mismo tiempo, volaba.
—Ahí está, ahí está —susurré, con la voz quebrada—. Ya casi te tenemos, Lucero… papá te espera.
Con cuidado y precisión, la obstetra comenzó a ayudar a sacar los hombros, mientras yo sostenía la cabeza con las manos temblorosas y la miraba en silencio. Cada movimiento revelaba su pequeño cuerpo cálido, frágil y perfecto. Sentí que me temblaban las piernas, que el corazón me explotaba de amor y gratitud.
—Ahí vamos… solo un poco más —dijo la obstetra—. Ahora los brazos.
Lía gimió suavemente, sus ojos llenos de esfuerzo y lágrimas, y yo le acaricié la frente, susurrándole que lo estaba haciendo increíble, que Lucero estaba casi aquí. Finalmente, cuando el cuerpo salió por completo, sostuve a Lucero con cuidado, sintiendo su calor, su peso diminuto, su respiración irregular pero viva. Mis ojos se llenaron de lágrimas, y no pude evitar inclinarme sobre Lía y la pequeña, sintiendo que todo el mundo desaparecía alrededor nuestro.
—Mirá… —susurré, la voz entrecortada—. Lucero… nuestra Lucero.
Lía me miró, exhausta pero radiante, y apoyó su frente contra la mía. Yo me incliné sobre ellas, sosteniendo a nuestra hija cerca de su pecho, sintiendo su calor y su olor, sintiendo que ese instante contenía todo lo que habíamos soñado.
—Es perfecta… —dijo Lía, con los ojos brillantes—. No puedo creer que ya esté acá.
Me incliné aún más, apoyando la frente contra la de Lía mientras acariciaba la espalda de Lucero, y sentí cómo nuestros tres corazones se sincronizaban en un mismo latido. Cada respiración, cada pequeño movimiento de la bebé, cada suspiro de Lía se convirtió en un hilo invisible que nos unía, formando un lazo que nada en el mundo podría romper.
—Bienvenida, Lucero —susurré una vez más, temblando—. Papá te ama más de lo que podrías imaginar.
Nos quedamos así, abrazados, en silencio, sintiendo que nada ni nadie podía interrumpir la perfección de ese momento. Por fin, después de tanto esperar, de tantas emociones contenidas, éramos cuatro, y todo lo demás desapareció. Solo estábamos nosotros, llenos de amor, lágrimas y la certeza de que la vida nunca volvería a ser igual. La noche en la sala de maternidad fue tranquila, aunque no del todo silenciosa. Lía descansaba recostada en la cama, con Lucero acurrucada sobre su pecho, respirando suavemente. Yo me senté a su lado, acariciando la cabecita de nuestra hija y observando cómo su pequeña mano se cerraba alrededor del dedo de Lía. El cansancio de horas de parto estaba ahí, pero la paz y la felicidad lo superaban todo.
—Mirá qué tranquila está —susurré, mientras Lía dejaba escapar un suspiro de alivio—. Todo salió perfecto.
Ella me sonrió, con los ojos todavía brillantes por las lágrimas de la noche anterior, y yo incliné la cabeza sobre la suya, sintiendo cómo nuestros cuerpos se entrelazaban en un abrazo silencioso, acompañados por el ritmo pausado de Lucero. Al día siguiente, el hospital se llenó de emoción y risas cuando los mellizos llegaron. Elliot y Eliseo corrieron hacia la cama, curiosos, con los ojos abiertos de par en par al ver a su hermana recién nacida.
—¡Mami, papi, miren a Lucero! —gritó Elliot, señalando con entusiasmo mientras se acercaba lentamente, como si no quisiera asustarla.
—¡Es tan chiquita! —agregó Eliseo, extendiendo la mano con cuidado para tocar su cabecita—. ¿Se puede?
Lía les abrió los brazos y yo me aseguré de que se acercaran con cuidado. Los mellizos rodearon la cama, y Lucero pareció reconocer sus voces, moviendo los bracitos como saludando.
—Chicos, con cuidado, ¿sí? —les susurré—. No queremos asustarla.
Elliot apoyó su mano suavemente sobre la manta que cubría a Lucero, mientras Eliseo se inclinaba para rozar su mejilla con delicadeza. Lía sonreía, acariciando la espalda de los mellizos, feliz de ver cómo se conectaban con su hermana desde el primer momento.