La Tercera Esposa del Árabe

CAPÍTULO 2: Control y fuego

🕌 Zayed 🕌

El calor de Panamá no me molestaba. No era peor que el de Abu Dabi en agosto. Pero lo que sí me irritaba era el caos. Los autos que no respetaban las líneas, la gente que hablaba demasiado, las sonrisas que no significaban nada. Aquí todo era efusivo, desordenado, humano.

Demasiado humano.

Vine a resolver un asunto de negocios, no a socializar. Mi padre había tolerado durante años los retrasos y desequilibrios financieros de su antiguo socio, Abdul Al-Masri. Yo no compartía esa paciencia. Lo personal no debía interferir con los números. Las deudas no debían heredar afectos.

Vine a auditar. A cerrar cuentas. Y, si era necesario, a imponer nuevas condiciones.

Los recibí en mi hotel, uno de los mejores de la ciudad. Abdul se presentó con dos de sus hijos. Serios. Cordiales. Sumisos. Todo fluyó como debía.

Hasta que visité su empresa.

La oficina estaba limpia, demasiado iluminada. El edificio no era moderno, pero sí funcional. Me bastaron veinte minutos para notar que el problema no era la estructura, sino la gestión.

"Mucho corazón, poca disciplina", pensé mientras mi asistente tomaba nota.

Salí de una reunión técnica con uno de sus supervisores y doblé por un pasillo buscando la salida… cuando algo —alguien— chocó conmigo de frente.

Instintivamente sujeté sus brazos para evitar que cayera. Sentí su piel tibia bajo la tela fina de su blusa. No fue un contacto íntimo. Fue un contacto... firme. Como un choque entre voluntades.

—¿Estás bien? —pregunté, por cortesía, no por costumbre.

Ella alzó la mirada.

Y el mundo... no cambió. Pero se detuvo.

Cabello oscuro suelto, ojos de un tono miel iracundo, y labios apretados como si estuviera conteniéndose de escupirme una ofensa. Su cuerpo era pequeño, pero la actitud lo multiplicaba por diez.

Me miró como si yo fuera una molestia. Como si yo, Zayed Al-Karim, hijo de una de las familias más poderosas del Golfo, no significara absolutamente nada.

—Deberías tener más cuidado —murmuró ella, como si me reprendiera.

Me detuve un segundo más de lo habitual. Solo uno. Suficiente para grabar su rostro.

Y luego seguí caminando. No por indiferencia. Sino porque no me gusta perder el tiempo en lo que no entiendo aún.

Pero algo en su voz, en su forma de invadir mi espacio sin temerlo, se alojó en mi memoria como una espina bajo la piel.

—¿Quién era? —pregunté a mi asistente esa noche en el hotel.

—¿Perdón, señor?

—La mujer con la que tropecé. Pequeña. Morena. Ojos de fuego.

—No tengo ese dato, pero puedo investigarlo.

—No lo hagas —ordené, cortando el impulso. No quería que se malinterpretara. Era solo una curiosidad. Y las curiosidades son peligrosas.

Dos días después, Abdul me invitó a cenar con su familia. No me gustaba ese tipo de gestos. Prefería los asuntos cerrados en oficinas, con cifras y contratos. Pero acepté por cortesía. Y por estrategia.

Su empresa todavía tenía valor. Y sus hijos, aunque lentos, sabían obedecer.

Entré a la casa poco antes de la puesta del sol. Tradición panameña mezclada con detalles árabes: las columnas, las fuentes, las lámparas de vidrio colgante. Era una contradicción armónica. Como el propio Abdul: un árabe que había elegido vivir como latino.

—Zayed, bienvenido —me recibió con una sonrisa amplia—. Ven, quiero presentarte a mi familia.

Los saludé con un gesto de cabeza. Dos hijos varones, su esposa… y luego...

Ella.

Vestía de blanco. No ostentoso, pero justo lo suficiente para parecer una declaración de guerra. Cabello suelto. Ojos… iguales a los del otro día.

—Ella es mi hija —dijo Abdul, sin notar el silencio tenso—. Ishain.

Todo encajó.

Ella también me reconoció. Pero no dijo nada. Solo se limitó a observar. Como si no esperara nada bueno de mí.

No me molestó. Me intrigó.

—Un gusto —dije simplemente.

—¿Tú eres Zayed? —replicó, con tono desafiante.

—Él mismo.

Sus labios se curvaron apenas, en lo que no era una sonrisa, pero sí un aviso. Como si dijera: Yo no te tengo miedo. Y no me vas a gustar.

Perfecto.

La sumisión me aburre. Las máscaras, también.

Y esa mujer... no tenía ni lo uno ni lo otro.




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