ZAYED
La sumisión me aburre. Las máscaras, también.
Y esa mujer... no tenía ni lo uno ni lo otro.
Sostenía la mirada como si hubiera entrenado para no parpadear. Como si, aún en su incomodidad, no estuviera dispuesta a ceder terreno. La mayoría sonríe para agradar; ella, en cambio, parecía afilar los labios con cada palabra. No estaba ahí para entretenerme, y eso, curiosamente, me entretuvo más que cualquier bienvenida cursi.
—Así que tú eres el famoso socio —añadió, cruzando los brazos como si quisiera armar una muralla entre nosotros.
—Y tú la hija rebelde —respondí, sin perder el tono sereno.
Una ceja se arqueó. Toqué un nervio.
—¿Ya te hablaron de mí?
—Suficiente para saber que no vas a hacerme fácil esta cena.
—¿Y eso te asusta?
Negué, apenas.
—Me fascina.
No contestó. Solo giró el rostro hacia su padre, que parecía no haber captado la electricidad densa que flotaba entre nosotros.
Pero yo sí. La sentí. En cada mirada esquiva. En cada silencio afilado.
Y fue en ese instante que supe que, si había una mujer capaz de poner mi mundo en pausa, era ella.
No por su belleza. No por su actitud.
Sino porque no me dio la bienvenida.
Y eso, en mi mundo... era una invitación.
Me senté a la mesa sin decir nada más.
No necesitaba hacerlo.
El silencio también puede ser una declaración. Y esta vez, decía más de lo que estaba dispuesto a admitir.
La comida comenzó a servirse y el señor Abdul continuó hablando. Temas de negocios, proyectos en desarrollo, convenios posibles. Lo escuchaba. Claro que lo hacía. Pero no del todo. No cuando ella estaba ahí, frente a mí, sirviéndose agua con la misma calma con la que se prepara un ataque.
No era coqueta. No fingía ser encantadora. No pretendía hacerme sentir cómodo.
Una distracción más y podría pensar que lo hacía a propósito.
La observé con disimulo. La línea de su mandíbula era firme. Orgullosa. No se molestó en evitar mi mirada. Al contrario. Me sostuvo la vista una vez, por unos segundos largos… innecesarios.
Y bajó la mirada justo cuando yo decidí que no lo haría.
—¿Todo bien? —preguntó su padre, notando al fin el leve roce del aire.
—Perfectamente —respondí.
Ella no dijo nada. Solo cortó un trozo de carne como si fuera mi paciencia.
No estoy acostumbrado a ser desafiado sin palabras. Pero esa mujer tenía el talento de decir demasiado sin abrir la boca.
Apenas intercambiamos algunas frases, pero eso bastó. Era evidente que no me quería ahí.
Más evidente aún, que no le interesaba agradarme.
Bien.
Tendría que aprender que mi presencia no es algo que se discute.
Se acepta.
Aunque tarde un poco en entenderlo.
Cuando los platos fueron retirados, uno de los sirvientes apareció con una bandeja de plata. Sobre ella, pequeñas tazas sin asas y una tetera dorada de cuello fino.
—Té árabe —anunció mi anfitrión, con una sonrisa que esperaba aprobación.
Incliné apenas la cabeza.
—Shukran.
El aroma a menta y cardamomo llenó el aire, cálido y familiar. El té era dulce, intenso… como debe ser. Observé cómo le servían a ella, y cómo Ishaen lo tomaba con cautela, como si también fuera parte de un juego que no quería perder.
No hablamos más. El silencio se volvió cómodo para mí, incómodo para ella.
Cuando la taza quedó vacía, me puse de pie.
—Una excelente velada, Abdul.
Él sonrió, satisfecho. Ella, en cambio, me dedicó esa misma mirada que me había lanzado al principio: la de una mujer que no piensa ceder.
Perfecto.
Me incliné apenas en su dirección antes de despedirme. No por cortesía. Por aviso.
El trayecto de regreso fue silencioso.
No porque no tuviera nada que decir, sino porque no me gusta desperdiciar palabras.
La ciudad se desplegaba bajo luces cálidas y caóticas, tan distinta a Dubái, tan ajena a mis costumbres… y, sin embargo, extrañamente viva. Podía oler el salitre incluso a esta hora, mezclado con humo de comida callejera y humedad. Panamá era un lugar que nunca me interesó más allá de sus negocios. Hasta esta noche.
Ishaen.
No era particularmente alta, pero sí tenía una belleza incomparable que jamás hubiera visto. También tenía algo que pocas mujeres poseen: esa capacidad de mirarte como si supiera exactamente de qué estás hecho… y no estuviera impresionada.
En mi experiencia, las hijas de hombres como Abdul son predecibles: educadas para agradar, silenciosas, atentas a cada gesto masculino para medir su respuesta.
Ella no.
Ishaen hablaba con su padre como si no le debiera reverencia. Me miraba como si pudiera leerme. Y aunque su tono era cortés, había un filo en cada palabra que me lanzaba, como si fueran dagas envueltas en terciopelo.
Mientras servían el té, pensé en lo fácil que sería ignorarla. Mantener la relación con Abdul estrictamente en los negocios, evitar involucrarme con una hija que, a todas luces, no tenía interés en agradarme.
Fácil.
Pero cuando dejó la taza sobre la mesa y nuestros ojos se encontraron, comprendí que no sería así.
No temor.
No admiración.
Desafío.
No me ofendió. Al contrario.
No se puede domar a quien ya está acostumbrada a obedecer. Se doma a quien piensa que nunca lo hará.
Cerré los dedos sobre la taza de café que un asistente me dejó en la mesa. No me gusta el café, pero necesitaba algo caliente para no pensar en la fragancia a jazmín que ella llevaba.
No la volveré a ver pronto… o tal vez sí.
Eso depende de lo que decida hacer con este nuevo interés.
Porque, aunque aún no lo sabe, Ishaen va a ser mía.
Y yo…
no vine a Panamá buscando problemas.
Pero sospecho que ya encontré uno.
ISHAEN
No sé qué fue peor: el silencio incómodo o las miradas de ese hombre.
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Editado: 27.08.2025