Ishaen
La tarde de hoy estaba húmeda, cargada con ese olor a tierra mojada que deja una llovizna breve. Yo salía de una pequeña librería del Casco Viejo con una bolsa de papel bajo el brazo, cuando una sombra grande y perfectamente inmóvil me detuvo el paso.
—Ishaen.
Su voz era tan baja que casi se confundía con el murmullo de la calle. Me giré despacio.
Zayed estaba allí, apoyado contra su auto, vestido como si la humedad y el calor no fueran asunto suyo. Traje oscuro, y esa mirada… la misma de la cena, pero más directa.
—¿Lo sigue mi padre? —pregunté, con una media sonrisa.
—No. —Ni siquiera pestañeó—. Hoy no vine por él.
Algo en su tono hizo que me tensara. No porque sonara amenazante… sino porque era demasiado seguro, como si cada palabra fuera un movimiento calculado.
—Entonces, ¿por qué está aquí? —quise sonar casual, pero me oí a mí misma demasiado atenta.
Él se separó del auto, caminando hacia mí sin apuro, como si supiera que no iba a moverme.
—Digamos que… vine a comprobar algo.
—¿Qué cosa?
Sus ojos bajaron un segundo a la bolsa que llevaba, luego regresaron a los míos.
—Si la hija de Abdul es tan intrépida sin una mesa de por medio.
Me quedé quieta.
No era un elogio. No era una amenaza. Era un reto.
Y yo nunca he sabido resistirme a uno.
—Intrépida… —repetí, con un tono que rozaba la burla—. ¿Y eso es algo que le preocupa o que le divierte?
Él dio un paso más, quedando a menos de un metro. No había invadido mi espacio; lo había reclamado.
—Aún no lo he decidido.
Me obligué a sostenerle la mirada. Tenía esa forma de observarte que hacía que el resto del mundo se disolviera, como si midiera cuánto tardarías en apartar los ojos.
—Tal vez no me importe lo que decida.
La comisura de sus labios se movió apenas, como si le divirtiera que yo no reculara.
—Ese es el problema de quienes dicen que no les importa… siempre terminan importando más de lo que deberían.
—O de quienes creen que pueden predecirlo todo —contraataqué—. No siempre obtienen el resultado que esperan.
Él inclinó la cabeza, evaluándome como si fuera un tablero de ajedrez.
—¿Eso es una advertencia?
—No. —Sonreí con calma—. Es una promesa.
Zayed guardó silencio un par de segundos, y aunque sus facciones se mantuvieron inmutables, tuve la impresión de que algo en él había tomado nota… y le gustaba.
—Hasta pronto, Ishaen —dijo finalmente, como si estuviera absolutamente seguro de que así sería.
Me dejó allí, con la humedad pegada a la piel y una extraña mezcla de irritación y curiosidad.
Zayed
El aroma tenue de especias y madera aún flotaba en mi traje cuando me dejé caer sobre el sillón de cuero negro. Crucé una pierna sobre la otra, repasé mentalmente lo ocurrido.
Ishaen…
Ese nombre ya tenía un peso distinto.
En la cena había intentado ocultar su incomodidad bajo sonrisas educadas, pero sus ojos la traicionaban. Eran un mapa sin protección, y yo había aprendido a leer esos mapas desde muy joven. La tensión en sus hombros cuando mi mirada se demoraba un segundo más de lo necesario, el modo en que jugaba con la servilleta como si fuera un ancla… estaba acostumbrada a tener control, pero en mi presencia ese control se resquebrajaba.
El encuentro de esta tarde había sido un accidente para ella, pero para mí fue una revelación. Esa mezcla de orgullo herido y desafío velado… pocas veces alguien me había mirado así sin saber quién era. Y mucho menos una mujer de su edad.
No era la belleza lo que más me atraía de Ishaen —aunque sí, era indiscutible—. Era la resistencia que intuía en su interior. Esa que aún no sabía si estaba hecha de acero o de cristal.
Sonreí apenas.
La próxima vez no le daré espacio para esconderse detrás de protocolos o sonrisas corteses. Voy a sacarla de ese terreno seguro donde cree moverse con elegancia y llevarla a uno donde cada palabra, cada gesto, fuera una respuesta instintiva.
No busco que me complazca.
Busco que se revele.
Ishaen aún no lo sabía, pero ya había cruzado la línea. Y yo…
Yo no tenía la menor intención de dejarla retroceder.
Permanecí de pie frente al ventanal, las luces de la ciudad extendiéndose bajo mí como un tablero de ajedrez iluminado. Las manos a la espalda, la postura recta. La misma que adopto cuando evalúo a un oponente antes de decidir el primer movimiento.
No suelo dedicar tiempo a pensar en mujeres más allá de lo estrictamente necesario: conveniencia, utilidad, o, en casos muy escasos, entretenimiento pasajero. Pero Ishaen… no entra en ninguna de esas categorías.
La recuerdo como si aún estuviera frente a mí: la forma en que me sostuvo la mirada, sin bajar la cabeza, como si tuviera derecho a hacerlo. Ese gesto me habló de alguien convencida de su propio control. Y, sin embargo, vi lo que intentó esconder. El leve temblor en sus dedos. Una traición diminuta, imperceptible para cualquiera que no supiera dónde mirar.
—Orgullosa… y testaruda —murmuré, girando el anillo de oro en mi dedo. Un gesto lento, casi meditativo.
Para otros hombres, esas cualidades serían un problema. Para mí, son una invitación. No me interesa la complacencia. La fuerza es útil… siempre que yo decida cómo y cuándo se usa.
Caminé hasta la mesa baja y tomé la taza de té. El calor en mis manos contrastaba con la frialdad de mis pensamientos. No voy a ganarla con regalos ni promesas dulces; sería un insulto para ambos. Ishaen será probada. Voy a empujarla, paso a paso, fuera de cada zona segura que crea tener, hasta encontrar las grietas en su armadura. Y cuando las encuentre… decidiré si las cierro o las rompo.
—Pronto, pequeña… —susurré, sellando el pacto conmigo mismo—. Vamos a ver de qué estás hecha.
Dejé la taza, abrí un dossier de negocios y pasé la primera página como si nada hubiera cambiado. Pero lo sabía. Todo había cambiado.
#17 en Novela contemporánea
#42 en Novela romántica
#20 en Chick lit
arabe y latina, boda arreglada forzosa, árabe millonario y sexy
Editado: 27.08.2025