La Tercera Esposa del Árabe

CAPÍTULO 7: La fiera en el tablero

Zayed

No me precipité en ir hacia ella. Sería demasiado obvio, demasiado fácil. Un hombre que se mueve por impulso acaba revelando sus cartas antes de tiempo. Y yo, Zayed Al-Karim, jamás jugaba sin ventaja.

La vi entrar con esa seguridad que no era del todo suya, pero que intentaba sostener como si fuera una armadura recién forjada. Imponente, con esa mezcla de fuerza y fragilidad que tanto me intrigaba, desfilaba como si el mundo le perteneciera.

Me pregunté cuánto tardarían en atacarla las hienas de este salón, esos socios que se creen reyes en sus mesas de cristal. Yo no iba a detenerlos, no todavía. Hoy, mi prueba comenzaba.

Había movido piezas antes de que ella llegara: rumores, medias verdades, pequeñas provocaciones listas para rozar su piel. No sería un ataque frontal, sino un juego de presión. Mis aliados se acercarían con comentarios ambiguos, invitaciones disfrazadas de cortesía, elogios cargados de veneno. Quería ver hasta dónde aguantaba su máscara antes de que se quebrara.

¿Se dejaría arrastrar por su orgullo y enfrentaría a todos? ¿O mostraría vulnerabilidad al no saber cómo reaccionar?

Me mantuve a la distancia, copa en mano, con la sonrisa neutra de quien siempre controla el tablero. No buscaba destruirla, no todavía. La prueba era más personal, más íntima. Quería verla desnuda de artificios, sin los títulos ni las posturas que la protegían. Descubrir si en verdad era tan fuerte como aparentaba… o si en el fondo ardía con un fuego capaz de consumirla por completo.

La música cambió, más intensa, más rítmica. El escenario estaba dispuesto, el primer movimiento en marcha.

La visión de Ishaen rodeada por aquellos hombres era el cuadro que había pintado en mi mente desde antes de llegar. Bastó una mirada mía para que mis aliados se acercaran con sonrisas envenenadas y palabras afiladas disfrazadas de cortesía.

Me recosté en mi asiento, copa en mano, y permití que mis ojos se clavaran en ella. No por capricho, sino porque cada gesto, cada reacción, era parte de la prueba.

¿Te quiebras bajo presión, Ishaen?

¿Bajas la mirada, suplicando como tantos otros que no soportan el peso de un mundo como el mío?

La observaba como un halcón observa a su presa, aunque aún no buscaba devorarla, sino medir la fortaleza de sus alas. No era crueldad gratuita, era necesidad. Yo no podía permitirme dejar entrar en mi mundo a alguien débil, alguien que se derrumbara al primer roce de poder y hostilidad. Quería verla reaccionar: la forma en que sus labios responderían a la provocación, si sus ojos mantendrían la calma o se nublarían de temor.

No apartaba la vista. Ni un parpadeo. Había en mí una paciencia peligrosa, la certeza de que ella aún no comprendía que estaba siendo medida, pesada, y que de su reacción dependía si se convertía en una pieza más del tablero… o en alguien imposible de ignorar.

Y mientras uno de ellos se inclinaba demasiado cerca, forzando un roce innecesario, una chispa de algo indescifrable cruzó por mi pecho. Un ardor primitivo que reprimí con un sorbo de vino.

La prueba había comenzado.

Ishaen

El salón estaba repleto de murmullos que se sentía como cuchicheos disfrazados de cortesía. Sabía que me observaban, que cada mirada buscaba medir mis pasos, encontrar la grieta en mi fachada.

Caminé con la cabeza erguida, como si nada pudiera tocarme. No era seguridad, era defensa. Mi orgullo era mi armadura, y si debía sangrar, lo haría sin mostrar debilidad.

Los primeros acercamientos no tardaron. Sonrisas que escondían colmillos, invitaciones que olían a trampa. Cada palabra tenía filo. Cada gesto era un reto disfrazado de halago.

No me sorprendía. En este mundo, nadie da sin esperar algo a cambio.

Aun así, una parte de mí se mantenía firme. No me doblegaría, no aquí, no frente a ellos. Si pensaban que podían intimidarme, estaban a punto de decepcionarse.

Y entonces volví a sentir esa mirada. No necesitaba voltear para saber que estaba mirandome como un depredador que disfruta observando a su presa.

Levanté la vista y lo encontré.

Su expresión era tan tranquila como peligrosa, como si todo lo que ocurría a mi alrededor fuera una partida que él mismo había diseñado. Y lo peor era esa sonrisa contenida, la de quien espera que tropieces.

Un calor extraño me recorrió el cuerpo. No miedo, sino rabia… y algo más que no quería nombrar.

Quería desafiarlo. Quería mostrarle que no era una pieza en su tablero.

Así que sostuve su mirada, sin parpadear, dejándole claro que si esto era un juego, yo también estaba dispuesta a jugar.

Uno de ellos fue el primero en acercarse. Un socio de apellido largo y bolsillos más cortos de lo que presumía.

—Señorita Ishaen, es un honor verla aquí. Espero que alguien le haya explicado cómo funcionan las cosas en estas reuniones… —dijo, con una sonrisa que más parecía un examen.

Incliné apenas la cabeza, sin perder la compostura.

—Oh, no se preocupe. He aprendido rápido que en salones como este no importa tanto entender las reglas… sino saber quién intenta imponerlas.

La sonrisa del hombre titubeó, pero se mantuvo en pie. No era suficiente para tumbarlo, y yo tampoco quería hacerlo tan pronto.

Otro apareció enseguida, copa en mano, con esa falsa cortesía que huele a veneno.

—Imagino que debe ser difícil para usted estar rodeada de tanto… poder.

Le respondí con una dulzura ensayada, la clase de tono que adormece antes de clavar la daga.

—No lo creo. El poder solo es tan grande como la seguridad que tiene de sí mismo. Y ya ve… algunos necesitan recordarlo en cada palabra que pronuncian.

Escuché una carcajada discreta detrás de él. No suya, sino de alguien más que había captado el golpe disfrazado de cortesía. Yo, en cambio, solo mantuve la sonrisa intacta.




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