Zayed
El sol se colaba entre los ventanales del hotel, pero la luz de la mañana no lograba disipar la intensidad de mis pensamientos. La noche anterior seguía conmigo, como un tablero que se había movido bajo mis ojos y que, por primera vez, me había obligado a recalcular.
No era solo su forma de moverse, ni la seguridad que irradiaba. Era la manera en que desafiaba la expectativa, como si el mundo entero intentara encajarla en un molde y ella se negara con cada centímetro de su presencia.
Tomé un sorbo de café, dejando que la temperatura caliente despertara mi cuerpo, aunque no mi mente. Mi atención estaba fija en los detalles: cómo había resistido las provocaciones, cómo había manejado la presencia de Rafael, cómo había mantenido la calma mientras todos alrededor jugaban sus pequeñas intrigas. Fascinante. Intrigante. Irritantemente efectiva.
Mi sonrisa era apenas perceptible, porque en el fondo sabía que esto no era una simple distracción: era un desafío que requería estrategia. Y yo no podía permitirme perder terreno otra vez.
La fascinación que despertaba en mí me obligaba a replantear mi enfoque. No se trataba solo de observarla ni de provocarla; se trataba de dominarla de otra manera. No con fuerza, ni con imposición, sino con sutileza, con cada movimiento calculado, con cada interacción medida.
Y lo que antes era un simple entretenimiento, ahora se convertía en una necesidad: descubrir hasta dónde estaba dispuesta a llegar, y cómo podía yo, Zayed Al-Karim, inclinar el tablero a mi favor.
Un recordatorio me atravesó con fuerza: no estaba en Panamá para disfrutar de la ciudad o por un capricho. Había negocios. Mi agenda estaba llena de reuniones, contratos y números que exigían atención. Entre ellos, uno no podía pasar desapercibido: los negocios del señor Abdul Al-Masri.
En cualquier negociación, el apellido Al-Masri pesaba más que cualquier sonrisa… pero ahora ese apellido llevaba un rostro: el suyo.
Tomé los documentos que tenía sobre la mesa, el peso del papel casi tangible en mis manos. Los repasé de arriba abajo, cada cifra, cada cláusula, cada firma. La deuda de su familia no era reciente; tampoco era pequeña. Era histórica, acumulada durante años, desde aquel acuerdo que su padre hizo con el mío para levantar su negocio. Cada documento era un recordatorio silencioso de que los movimientos en este tablero no eran simples juegos de salón: eran estratégicos, calculados, necesarios.
Y aun así… por primera vez en mucho tiempo, un desafío personal y un negocio se cruzaban en un solo punto: ella. Ishaen.
Mi sonrisa se dibujó sin que nadie pudiera verla. La partida apenas había comenzado, y aunque mi instinto siempre dictaba cada movimiento con precisión, esta vez había una variable que no podía ignorar: la fascinación. La curiosidad. La intriga de querer desentrañar cada capa de ella, de medir hasta dónde podía llegar sin perder su respeto, su misterio, su desafío.
Mientras repasaba mis notas de las reuniones del día, las cifras parecían cobrar un nuevo significado. La deuda era millonaria; los contratos estaban claros, los términos definidos… pero en este tablero, había algo que el dinero no podía comprar: su atención, su voluntad, su juego. Y yo estaba decidido a descubrir hasta dónde estaba dispuesta a jugar.
Cerré los ojos un instante, dejando que cada pensamiento se acomodara en su lugar. Una idea comenzó a formarse en mi mente, lenta, calculada… pero con un trasfondo que ni el más frío de mis movimientos podría ignorar: tal vez, solo tal vez, esta deuda podría ser la llave para acercarme a ella de manera que ningún otro juego ni estrategia me habría permitido. Pero no sería un acercamiento obvio, ni simple. Sería un tablero dentro del tablero, una jugada que exigiría paciencia, ingenio… y un entendimiento profundo de lo que Ishaen realmente quería.
Y mientras mis dedos recorrían nuevamente los documentos, comprendí que la verdadera apuesta no estaba en los números ni en los contratos: estaba en ella.
Ishaen
La luz del sol se colaba tímidamente por las cortinas de mi habitación, pintando la pared con tonos dorados que contrastaban con el peso que aún sentía en mi pecho. Me senté al borde de la cama, dejando que mis pies buscaran el frío del suelo, como si ese contacto pudiera ayudarme a aterrizar de nuevo en la realidad después de una noche tan cargada.
Respiré hondo.
El eco de la música, las miradas, las palabras afiladas que habían cruzado el aire… todo seguía allí, como si se resistiera a desvanecerse. Había danzado, había sonreído, había mantenido el control cuando más lo necesitaba, y aun así, algo dentro de mí ardía con una mezcla extraña de orgullo y desconcierto.
Zayed.
Su presencia seguía pesando en mi memoria. Cada vez que pensaba en sus ojos, en ese tono de voz cargado de poder, sentía que me ponía a prueba incluso sin hablar. Era como si hubiera jugado conmigo en un tablero invisible donde cada gesto era una jugada, cada silencio, un movimiento calculado.
Pero también estaba Rafael. Su invitación a bailar había sido un respiro, un recordatorio de que aún podía elegir, que no todo se trataba de ese juego silencioso con el árabe. Que había espacios donde podía respirar, sonreír sin sentir que estaba bajo observación constante.
Me puse de pie, caminando hacia el espejo. Mis dedos recorrieron mi reflejo como si intentaran descifrar quién era esa mujer que había logrado enfrentarlo sin ceder, que había sentido el filo de sus palabras sin quebrarse. ¿Era orgullo lo que sentía? ¿O miedo disfrazado de valentía?
Mis dedos se crisparon sobre el borde de la cómoda. Detestaba que solo pensar en él me alterara.
No podía negarlo: me había sentido desafiada. Y esa sensación, tan peligrosa como seductora, me inquietaba. Porque sabía que mientras más me acercara a ese fuego, más difícil sería mantenerme intacta.
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Editado: 20.09.2025