La Tercera Esposa del Árabe

CAPÍTULO 11: La deuda

Zayed

Mientras el auto avanzaba hacia las oficinas de Al-Masri Group, mis pensamientos giraban alrededor de la misma idea: la deuda. No era un simple asunto financiero; era un legado, una cadena que su padre había forjado hace años con el mío. Y hoy, me correspondía a mí decidir cómo tensarla, cómo usarla a mi favor.

El reflejo en el cristal me mostró con claridad: la túnica blanca perfectamente planchada, el bisht negro ribeteado en oro descansando sobre mis hombros, y el ghutra marfil sujeto con el agal oscuro. No era vanidad; era tradición, poder silencioso. Una declaración de quién era yo y de lo que representaba.

La tentación era clara: usar el peso de los números como grilletes. Pero con Ishaen, las cadenas obvias no servirían de nada. Ella no se doblegaría ante la presión directa; al contrario, se crecía frente a ella. Lo había visto en su mirada, en la calma imperturbable con la que enfrentaba incluso mis provocaciones.

Me recosté ligeramente en el asiento, entrelazando los dedos sobre mi regazo. ¿Y si la deuda no era solo un recordatorio de poder? ¿Y si se convertía en el pretexto perfecto para hacerla entrar en mi mundo… bajo mis condiciones?

Sonreí apenas, con esa sonrisa que siempre aparecía cuando veía un ángulo que nadie más había considerado. No se trataba de humillarla ni de reducirla a un peón; no. Con Ishaen, el verdadero reto era mantenerla en el tablero, obligarla a mirarme no solo como a un adversario, sino como a un jugador necesario.

El auto se detuvo frente al imponente edificio. El chofer me abrió la puerta, y al descender, el aire de la ciudad me envolvió con ese olor metálico de negocios y tensión.

Avancé hacia la entrada, cada paso calculado, cada movimiento un recordatorio de que nada en mí dejaba espacio para la improvisación. Y aun así, lo sabía: esta reunión no sería como las otras. Porque aunque Abdul fuese el anfitrión, la verdadera pieza en mi tablero llevaba el mismo apellido que él.

Y mientras los guardias abrían las puertas de vidrio para dejarme pasar, pensé con una calma afilada:

La deuda era solo el comienzo. El verdadero movimiento aún estaba por hacerse.

El vestíbulo del Al-Masri Group era amplio, con mármoles claros y una iluminación que buscaba transmitir grandeza. Pero detrás de ese brillo impecable se percibía el peso de los años: la carga de sostener un legado que dependía más de voluntad que de recursos.

Me anunciaron de inmediato. Abdul Al-Masri no era un hombre que jugara a las apariencias con quienes consideraba importantes. Cuando crucé la puerta de su oficina, lo encontré de pie frente al ventanal, con las manos apoyadas en el alféizar. Su porte era digno, no arrogante; la mirada fija en la ciudad como quien recuerda el precio de haber llegado hasta allí.

El aroma del café recién servido impregnaba el aire, mientras los saludos de cortesía se extendieron lo suficiente para marcar jerarquías, pero sin perder la calidez que exigía el protocolo.

—Señor Al-Karim —dijo él, estrechándome la mano con firmeza—. Es un honor tenerlo aquí.

—El honor es mío, señor Al-Masri —respondí con una leve inclinación—. Su hospitalidad honra a su familia y a su empresa.

El despacho estaba lleno de recuerdos de su trayectoria: fotografías, reconocimientos, documentos que hablaban de esfuerzo más que de ostentación. Era la oficina de un hombre que había levantado algo con sus propias manos… aunque ese algo estuviera sostenido por una deuda que aún lo ataba a mi familia.

Nos sentamos frente a frente, separados por una mesa pulida que parecía diseñada para ocultar más de lo que mostraba. Entre nosotros, los documentos que había repasado esa mañana descansaban como testigos mudos.

Conversamos primero de lo esperado: de mercados, de oportunidades en la región, de la solidez de sus operaciones. Él hablaba con seguridad, con la experiencia de quien ha levantado algo con esfuerzo; yo lo escuchaba con la paciencia de quien sabe que cada palabra lo acerca al punto que realmente importa.

Cuando el momento fue el adecuado, deslicé una carpeta hacia él, con la precisión de un movimiento de ajedrez.

—Su empresa tiene fundamentos sólidos —dije con voz calma—, pero como todo negocio con historia, también arrastra cuentas pendientes.

Vi cómo sus ojos se posaban en la carpeta, y cómo una sombra, apenas perceptible, cruzaba su expresión.

—Ah… sí —dijo, intentando mantener el tono ligero, aunque su mano delató la tensión al tomar los papeles—. Una deuda antigua.

Asentí, con una sonrisa cortés.

—Antigua, sí. Pero significativa —Lo dejé reposar unos segundos antes de continuar—. La deuda existe, Abdul. Fue un préstamo generoso que mi padre te concedió cuando más lo necesitabas. No lo niego, fue una ayuda… pero toda ayuda tiene un precio.

El silencio se extendió, elegante pero cargado. Él bajó la mirada hacia los documentos, pasando las páginas sin detenerse realmente en ellas, como si quisiera confirmar que lo que yo sabía era exactamente lo que temía.

—No niego la existencia de esa deuda, señor Al-Karim. Y jamás he olvidado que hoy el Al-Masri Group existe, es en parte gracias a tu padre. Siempre le he estado agradecido —dijo al fin, con un hilo de firmeza—. Pero… comprenderá que las circunstancias actuales hacen difícil saldarla con prontitud.

Él sostuvo mi mirada sin apartarse. No había soberbia en sus ojos, sino una mezcla de serenidad y orgullo bien cimentado.

Asentí levemente. Reconocía la sinceridad en sus palabras, pero la gratitud no anulaba la obligación.

—Ese agradecimiento se traduce en responsabilidad. No se trata solo de números, sino de lo que construimos a partir de ellos.

El silencio se volvió denso. Era la tensión de dos hombres conscientes de que lo que estaba en juego no era solo dinero, sino dirección, influencia, futuro.

—Hablas como él —dijo entonces, con un brillo nostálgico en la voz—. Siempre tan seguro de dónde poner la primera piedra.




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