Al ver a mis dos hijos guardar algunas cosillas en sus pequeñas cajas de cartón, con su nombre escrito a grandes y chuecas letras rojas, movido por la curiosidad me asomé y sin querer empecé a sonreír ante sus chucherías que para ellos son verdaderos tesoros, aunque para los demás pueda parecer sólo...
Invariablemente recodamos vívidamente aquella extraña y en momentos espeluznante y enloquecedora historia que pasamos, justo cuando decidimos llevar el noviazgo a los terrenos de formar una familia y de formalizar la relación que llevábamos desde hace dos años y seis meses… Justo cuando decidimos vivir juntos.
Una semana antes habíamos hablado con mi madre, le confesamos que teníamos la intención de comenzar nuestra vida en pareja y, si nos entendíamos y las cosas iban bien, nos casaríamos por las leyes de los hombres y la Ley de Dios.
Los dos trabajábamos pero no teníamos el dinero suficiente para comprar los muebles y para poder pagar la renta de un apartamento modesto, por eso le pedimos el permiso de ocupar un par de cuartos grandes que están frente a la casa principal de mi familia; esos cuartos que mi mamá le llama “el departamento”, tenían varios años desocupados y ella los usaba como bodega para las innumerables cosas que guarda y, que a decir de ella, algún día nos podrían servir para algo.
Siempre dije que mi madre tenía la manía de guardar basura… Cosas que no tienen un fin práctico pero que ella se empecinaba en meter en bolsas y cajas para acumularlas, bajo la idea de que podrían servir para los trabajos escolares, para hacer talacha y labores como pintar, impermeabilizar o para algo, no sabía qué pero decía, “servirían para algo”.
Así, cientos de veces le ayudé a meter en grandes cajas de cartón, frascos de café o mayonesa, colchas que ya no usábamos, juguetes, inflables, ropa y zapatos y así, de poco en poco, el departamento se llenó de cajas y más cajas de mil y un trebejos.
Me dijo que sí, que podíamos irnos a vivir ahí el tiempo que fuera necesario, pero en el destino de esas cosas fue donde se trabó la negociación.
No le quedó otras más que escucharme y en ciertas cosas darme la razón, pero como siempre pasaba, los ánimos se caldeaban y cada quien defendía su punto de vista.
Finalmente llegamos a una salomónica decisión: me condicionó el departamento a cambio que no tirara nada sin que ella viera de qué se trataba. Aceptó que sí había cosas que no tenía caso seguir conservando, pero otras muchas tenían un gran valor sentimental y que las guardaría en mi alcoba, pues al mudarme con Alejandra, mi habitación quedaría desocupada…
Empezamos a revisar qué había en las cajas un sábado por la tarde. Alejandra se empeñó en que usáramos tapabocas, y ella guantes de latex pues es alérgica al polvo y en poco tiempo de exposición se llena de granos y salpullido. Empezamos por lo más grande; vimos que algo muy voluminoso se encontraba en un rincón, y que estaba cubierto con dos enormes, viejas y polvosas cortinas.
Di un jalón y una densa nube de polvo gris inundó la habitación, provocándonos un repentino pero intenso ataque de tos. Conforme se asentó la polvareda, se medio aclaró y quedaron al descubierto los aparatos que por siempre usó y que hace años no veía. Irónico pero jamás pensé que se le pudieran separar del cuerpo, parecían la patética extensión del rígido esqueleto de una pobre paralítica.
El tan sólo ver esos objetos hicieron que un frio repentino me recorriera la espalda y un extraño entumecimiento en las articulaciones me hizo sentir incómodo. Vivas imágenes llegaron por montones a mi mente confundida; incluso, me atrevo a decir que el cuarto se llenó de ese repugnante olor a heces y medicina que despedía su pobre cuerpo maltrecho.