Siempre he sido una persona escéptica.
Simplemente, me he negado a creer en la existencia de aquello que escapa a mis sentidos.
En otras palabras, si no le puedo ver, escuchar, o sentir… para mí, no es real.
Ni siquiera de pequeña lograban asustarme los ‘cuentos de terror’ que mi abuelo inventaba a fin de atemorizarme, o tal vez, coaccionarme, para que yo fuera una niña más obediente y bien portada con mis padres.
Y siendo ya mayor de edad, no era mucho lo que había cambiado en mi forma de pensar o de percibir el mundo.
Lo que sí me he atrevido a confesar es que, en ocasiones he tenido sueños un tanto extraños, inquietantes, perturbadores, o como muchos prefieren llamarle: Pesadillas.
En la última semana de octubre, y como cada año, se aproximaba una de las noches más esperadas por los niños.
La fiesta de Halloween.
Mi novio pasaría la noche del 31 con sus padres. Decisión que había tomado debido a la insistencia de su hermano menor, quien se había empeñado en disfrazarse de zombi, para que Jensen lo acompañara a pedir dulces junto a otros niños del pueblo.
De mil amores habría ido con él, para ayudarlo a cuidar de los pequeños durante el clásico recorrido de “dulce o truco”. Sin embargo, había prometido a mi padre ir a visitarlo aquel mismo fin de semana. Y para ello, debía viajar hasta Hardville, un pequeño pueblo con menos de dos mil habitantes, ubicado a dos horas de la ciudad.
Lo que yo no esperaba aquella tarde de viernes 31 de octubre, era que mi fiel Pumpkin, una Vespa Rally 180 del ’68 restaurada, que recibí como herencia de mi fallecido abuelo, decidiera sabotearme el viaje de visita a mi progenitor.
Mi pequeña calabaza simplemente se había apagado en medio de la carretera y a menos de 30 kilómetros de llegar a mi destino.
Y como si eso no fuera suficiente, mi celular también se había rehusado a cooperar, pues el aparato no registraba en aquel momento señal de cobertura alguna.
Ni siquiera una rayita.
“Y ¿qué esperaba yo? Si básicamente, me había quedado varada en medio de la nada.”
Mi padre me esperaba al caer la tarde de aquel viernes. Pero sin señal en el teléfono, yo no podía avisarle acerca de mi percance, ni del motivo de mi tardanza. Así que, ni Pumpkin ni yo teníamos esperanza alguna de ser rescatadas por mi viejo y su fiel camioneta.
Acompañada entonces por la luna llena de aquella noche, y al ver que simplemente no podía hacer funcionar mi ‘dos ruedas’, ni intentar buscar la falla, porque ni siquiera contaba con la suficiente visibilidad para revisar la moto, hice mi mayor esfuerzo por seguir avanzando por la carretera, mientras empujaba a mi anaranjado caballito de acero.
Guardaba secretamente la esperanza de que algún buen samaritano pasara por mi lado y detuviera su marcha a fin de auxiliarme. Pero los minutos siguieron transcurriendo, y con ello, las horas. Cada vez se hacía más de noche, y ni rastro de que alguien más transitara por aquella desolada carretera.
De los dulces que le llevaba a mi padre desde la ciudad, ya no quedaba casi nada, pues, a falta de comida, ya me había terminado tres bombones, más de cinco gomitas, un brownie y media barra de granola, junto a un par de galletas de soda, como único alimento disponible donde me encontraba.
Eso sin contar con que a mi tarro de agua solo le quedaban, a lo sumo un par de tragos que debía atesorar, pues, no sabía en qué momento podría rehidratarme de nuevo o conseguir más provisiones. Y ya me sentía bastante fatigada debido al esfuerzo de impulsar mi propia moto, mientras caminaba por aquella solitaria calzada.
Cerca de las diez de la noche, mi única compañía, además de mi calabaza de dos ruedas, era la variedad de sonidos que emitían ciertos animales nocturnos del lugar. Esperaba no contar con la mala suerte de cruzarme en el camino de algún coyote o gato salvaje de la zona.
Pero, debo reconocer que, ciertamente sentí un poco de alivio en cuanto divisé a lo lejos del camino, la cresta de una vieja edificación.
Era la torre de Killen Crest.
Y eso significaba que me faltaban menos de 20 kilómetros para llegar a Hardville, y al encuentro con mi padre.
Mientras avanzaba con ánimo hacia la torre, recordé que, de pequeña, y cada vez que hacíamos un viaje familiar hasta ese pueblo, mi abuelo solía contarme historias en torno a aquella vieja torre abandonada.
Killen Crest era un lugar solitario, tenebroso, y sobre todo, rico en mitos y leyendas locales.
Algo que, sin duda, me hizo reír en aquel momento, teniendo en cuenta que, yo me dirigía justamente hacia la torre, y con la idea de pasar allí la noche.
Claro, no era como si contara con la alternativa o posibilidad de hospedarme en un hostal tres estrellas en medio de la nada. Así que, sin perder más tiempo, continué mi camino hacía la torre.
Finalmente, y cuando logré empujar mi moto por aquel terreno boscoso y semi-inclinado, pude llegar hasta su entrada.
Recordé también que, algunos lugareños afirmaban que, en tiempos de guerra, la torre de Killen Crest era un punto militar estratégico para contraatacar al ejército enemigo.
Eso, debido a que la edificación solo podía verse desde ciertos puntos de la carretera, ya que se mantenía oculta tras la maleza del bosque, y cuando algún soldado lograba adentrarse hasta llegar cerca de la torre, para ese momento ya había sido sitiado y a este no le sería tarea fácil escapar de la emboscada que le esperaba.
Aquel recuerdo me hizo detener el paso, causando a la par, una extraña sensación en la boca de mi estómago. Pero, luego de reflexionar, supuse que quizás lo que estaba sintiendo era un poco de reflujo estomacal.
“Debieron ser los dulces.” –Pensé.
Además de la espesa maleza alrededor de la torre, no había rastro de que alguien hubiese vuelto a asomar sus narices por la zona, pues, recuerdo que yo misma tuve que batallar con varios arbustos y ramas secas, a fin de abrirme paso hacia la entrada.