La tortura del poeta

Poesía empapada

Matthew.

Llevaba conmigo mi libreta, tijera, cinta de medir, e incluso lápiz. Tenía todas mis herramientas de trabajo ya guardadas en el auto. Todo estaba listo, a excepción de mi té mañanero y de mi libro de poesías que había comprado la tarde anterior. Me encontraba nervioso, bastante, y mi té y libro de poesías me ayudarían a relajarme un sesenta y siete por ciento.

Era un día importante en mi carrera y no muchos tenían la oportunidad que a mí se me daba. Entendía la importancia de ello, pues matarían por el puesto que había logrado conseguir gracias a mi esfuerzo. O eso quería creer.

Encendí el auto y emprendí camino al English Ballet Company. Coloqué la radio para concentrarme en algo más, porque conducir en silencio -haciendo caso omiso al ruido exterior- me hacía replantearme cosas que no quería replantear.

Al llegar vi el edificio de la compañía con su nombre en él. Me estacioné, apagué la radio y tomé mi libro y té, soltando un suspiro en grande. “Puedo hacerlo”, me dije a mí mismo, intentando convencerme. Y entré. Por cada paso que daba, bebía un sorbo de mi té sin azúcar. «¡Dios!», pensé, «¿Por qué deben ser tan largas estas escaleras?». Saludaba a cada persona perteneciente a la compañía tanto bailarines como otros que probablemente serían importantes. Incluso al personal de limpieza.

Fui directo a donde habían bailarines ensayando, suponía eran de quienes me encargaría. Me asomé para que alguno de ellos le avisara a su profesor (o como lo llamasen) acerca de mi presencia. Pero por más que varios de ellos me notaran, ninguno habló. Me vi obligado a carraspear y que el maestro me viera.

—¿Se le ofrece algo? —fue lo que preguntó, serio e impaciente.

—Sí. Buenos días, soy Matthew Ross, el nuevo diseñador a cargo de diseñar los trajes para la obra.

Noté la forma en que el maestro cambió su expresión al oír mi apellido.

—Vaya, vaya. No lo esperábamos hasta el próximo mes luego de la elección de papeles. 

Hice una mueca, preguntándome qué hacía yo parado ahí. Iba a hablar, a disculparme e irme y nunca volver. Cuando sentí un peso sobre mí que hizo que echara accidentalmente mi libro y té al suelo, mojándolo todo. Sentí tanta vergüenza que quería salir huyendo, pero entonces alguien detrás de mí comenzó a disculparse.

—Lo siento, no fue mi intención.

—¡Larousse! ¿Cómo puedes ser tan incompetente y chocar a gente mucho más importante de lo que tú alguna vez serás? Además de llegar tarde —lo regañó el maestro.

El joven avanzó a juntar mis cosas y a dármelas, dejando verse junto a un dicho “Lo siento muchísimo”, e ir junto a los demás bailarines. Logré sentir pena por él.

El maestro se acercó a mí.

—No sabe cuánto lamento su incompetencia. Él apenas es un chiquillo que no conoce las reglas básicas de la vida —decía mientras me sacaba fuera de la clase—, además de sólo ser otro extra en nuestra obra.

Fruncí las cejas, confundido.

—¿Cómo? Pero antes de que él llegara usted me dijo que aún no se eligen los papeles.

El maestro de nombre desconocido  reía (y del cual momentáneamente no me interesaba saber).

—Él es… ¿Cómo decirlo sin que suene muy brusco? Un caso especial dueño de una danza rígida. En conclusión: una catástrofe del ballet. Ahora que me lo planteo, dudo que llegue a extra.

No respondí. No conocía nada del ballet, pero ¿qué tan malo debía ser un bailarín para referirse de  forma cruel y burlesca?

Antes de que siguiera hablando mal de sus alumnos, tomé la palabra:

—¿Sabe con exactitud dónde queda la oficina del director artístico?

—¡Claro! Y será un placer acompañarlo.

Me abstuve a rodar los ojos. No quería estropear mi primer día. En el corto camino intenté llevarle la conversación de forma casual, formal y, sobre todo, educada; su charla era tan patética como me hacía la idea de lo que él sería. Si no fuera porque paramos frente a la puerta de la oficina creería que su siguiente pregunta sería algo como “¿Hace cuánto sabes hablar?”. Un hombre que lucía interesante por su refinado acento francés, pero que en verdad era un interesado y aburrido ser humano.

—Vale, pues llegamos. ¿Quiere que lo llame?

—No, gracias. Para mi suerte sé cómo comunicarme con quien será mi jefe —dije ya harto, junto a una sonrisa más que falsa.

El hombre se retiró.

Tomé aire, acomodé mi cabello con mi mano libre -la otra la tenía cargada de mi vaso de té sin nada de té, y libro- y golpeé la puerta dos veces. “Adelante”, oí desde adentro. No creí que lo necesitaría, pero volví a tomar aire, y sin tantas vueltas, agarré la valija con mis herramientas y entré a la oficina. 

El lugar se encontraba impecable, ordenado y con un perfume de ambiente a coco. Una enorme computadora cubría su rostro y se oía el tecleo. Suponía que trabajaba en algo importante respecto a la academia, o tal vez sólo estuviera stalkeando el muro de alguna chica.

Carraspeé para llamar su atención. «Igual que siempre», pensé. Él elevó un poco la cabeza y sonrió.

—Toma asiento —dijo e hice caso.




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