Yara
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Estar cerca de Víctor ya no se siente asfixiante, al contrario, es como tomar una siesta después de días en vela.
Me encojo en el asiento del copiloto y recargo mi cabeza contra la ventana mientras él conduce, no hablamos y a pesar de eso el silencio no me pesa. Cierro los ojos brevemente y me llevo una mano al cumulo de gasas sobre mi cuello.
La marca punza, como si tuviera un latido propio, pero no es doloroso. Me pregunto si a esto se refieren con la conexión entre un alfa y su omega, mi cuerpo se siente necesitado y requiere las atenciones de Víctor. ¿Será lo mismo para él?
Suspiro con cierta frustración.
No estoy segura si esta calma se debe a que ya estoy aceptando la existencia de Víctor como parte de mi cotidianidad o solo es un capricho de mi omega. Las líneas entre una opción y otra son muy difusas. Me desespera.
No quiero tomar una decisión guiada por el instinto salvaje que se retuerce en mi interior, tampoco orillada por la desesperación de haber sido marcada sin mi consentimiento, quiero que la elección sea mía sin variables externas de por medio.
A veces me cuestiono si eso es mucho pedir. Las omegas a mi alrededor estarían gustosas de haber recibido una marca de un alfa como Víctor, incluso si no fue consensuado, tomando en cuenta la apariencia y riqueza del hombre se sentirían bien recompensadas.
No sería la primera vez que pasa ni la última, es algo tan cultural que nadie me juzgaría si grito a los cinco vientos que este enlace con Víctor nunca lo pedí. Incluso me tacharían de afortunada, pero yo no me siento así. A la deriva, mejor dicho.
Intento esfumar esos pensamientos y me concentro en lo importante: mi futuro. La manera en que se desenvuelvan las cosas a partir de este punto dependerá de las elecciones que tome.
El tiempo no retrocederá, la marca ya ha sido grabada en mi piel, existe la posibilidad de que un bebé esté creciendo en mi interior, Víctor está interesado en mí. Solo necesito elegir.
Víctor está interesado en mí.
Aquella afirmación provoca que mi piel cosquillee y mi corazón retumbe con fiereza. A estas alturas, no sé si es un premio o un castigo.
—¿Realmente te gusto? —me atrevo a preguntar. Mi mirada se mantiene en la ventanilla, pero consigo ver la silueta de Víctor moviéndose por el reflejo.
—Si y mucho —responde con simpleza.
Frunzo el ceño.
No me basta esa respuesta.
—Me has molestado desde el preescolar, no te creo.
—Yo solo quería ser amigable, fuiste tu quien se ponía a la defensiva.
Aparto la mirada de la ventana y me giro hacia él, aún con el ceño fruncido.
—Eras muy insistente, no aceptabas un «no» como respuesta. Solo me defendía —replico.
Víctor mantiene los ojos en la carretera, pero tuerce los labios en una mueca.
—¿Segura que quieres tener esta conversación?
—Por supuesto.
Él suspira.
—Por el amor de Dios, Yara, nuestras batallas campales iniciaron por un jodido crayón.
Lo recuerdo, el crayón que mi madre se esmeró por comprar; de tan solo recordarlo me da rabia.
Le sonrío con burla.
—¿Un jodido crayón? Tal vez eso era para ti, pero para mi ese jodido crayón representaba una noche de trabajo para mi madre —espeto.
No sé porqué le estoy contando esto, estamos hablando de Víctor Bennett, el niño rico que tenía una niñera y un sirviente personal a su cuidado. El mocoso malcriado que podía invitarle una malteada a todo el salón de clases si así lo deseaba. Un crayón era solo un crayón para él.
Para mí y para mi madre, un articulo de lujo que se debía cuidar porque no había dinero para más.
—¿Una noche de trabajo? —pregunta. Su tono no es precisamente neutro, es suave, interesado y un poco melancólico.
No quiero que sienta lastima por mí.
—Mi madre insistía en que debía ir a esa costosa escuela si quería llegar a ser algo en la vida —confieso. No bajo la mirada, pero dejo de ver a Víctor y me concentro en el paisaje detrás de él—. Ya te imaginarás los malabares que tenía que hacer para comprar la lista de útiles, los uniformes y pagar la colegiatura.
Más todos los gatos del hogar, comida, agua, luz, gas y gastos extra que llegaban a surgir. No reniego de mi vida porque tuve una buena calidad de vida, al menos mejor que la promedio, pero tampoco era una niña privilegiada, muchas veces me fui a la cama sin haber llevado un trozo de pan a mi boca.
—¿Y porqué no asististe a una escuela pública?
Hay muchas razones: las aulas abarrotadas, la inseguridad, el déficit en la calidad de materiales, los profesores incompetentes. Pero creo que se trató de una decisión más personal por parte de mi madre, después de todo, tanto ella como mi padre eran obreros de oficio (ella aún insiste en trabajar) y no quería el mismo destino para mí.