La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE XV: JUEGOS PELIGROSOS - CAPÍTULO 72

Rory se encogió temeroso contra la pared al ver entrar a los dos soldados a su celda. El día anterior lo habían sacado a rastras de su prisión de vidrio, lo habían drogado y lo habían trasladado a otro lugar. Al despertar, se había encontrado en este sótano que olía a humedad y sangre, encerrado tras herrumbrados barrotes de hierro en una pequeña celda. Por varias horas, no le habían traído agua ni comida, pero al menos, no habían venido a torturarlo tampoco. Al ver a los dos soldados acercarse, notó enseguida que no traían alimento para él, por lo tanto, seguramente venían a continuar con aquellos interrogatorios feroces a los que Rory no podía responder con nada útil, pues no sabía de qué le estaban hablando.

Rory había deducido que sus secuestradores lo habían llevado al otro mundo, no solo por las cosas extrañas y las tecnologías imposibles que había visto en los escasos momentos en los que le sacaban la capucha de la cabeza cuando no estaba encerrado, sino también porque aún sin estar rodeado por madera de balmoral, su habilidad no funcionaba, y el dolor de su martirio lo consumía sin alivio posible. El tormento físico era para él algo nuevo, pues nunca había experimentado dolores de este tipo en el Círculo. Su habilidad tomaba el control automáticamente a la menor señal de daño en su cuerpo, bloqueando el dolor y sanando casi instantáneamente cualquier herida o desequilibrio orgánico. Pero aquí era diferente. Su vida de perpetua salud y bienestar físico no lo había preparado para semejantes padecimientos, y se encontró sumido en la más abyecta impotencia y consecuente desolación. Aún así, a pesar de su desconsuelo y su incapacidad para enfrentar la crueldad de sus captores, lo que más le preocupaba no era su calamitoso estado, sino la suerte que habría corrido Liam por intentar rescatarlo.

—De pie— le ordenó uno de los soldados.

Rory tragó saliva, asustado, y apoyó un codo en la pared para tratar de propulsarse hacia arriba y obedecer. No podía usar sus manos pues se las habían destrozado a martillazos, pensando que así le arrancarían la habilidad de sanar a otros proyectando energía con ellas. Demasiado tarde se dieron cuenta de que él no tenía acceso alguno a su poder sanador en este mundo. Rory intentó levantarse del suelo, pero sus débiles piernas se doblaron y solo logró ponerse de rodillas ante los impacientes soldados. Resoplando, lo tomaron de las axilas y lo ayudaron a ponerse de pie. El movimiento brusco lo hizo jadear de dolor cuando la herida de su costado, aún fresca, fue tironeada sin piedad. Para obligarlo a mostrar su habilidad sanadora, habían intentado llevarlo al extremo, abriéndole medio abdomen. Solo cuando vieron que ni aún peligrando su vida era capaz de sanarse, llamaron a un cirujano que reparó el daño como mejor pudo y suturó la herida. La sangre perdida lo debilitó tanto que, por un tiempo, no pudo siquiera levantar la cabeza sin desmayarse. Ahora estaba un poco mejor, pero no lo suficiente como para caminar por sí mismo.

Los soldados le pusieron otra vez la capucha negra en la cabeza, lo arrastraron fuera de la celda y luego, a través de puertas y escaleras arriba. El pobre muchacho estaba tan débil e indefenso, que sus guardias no se molestaron siquiera en esposarle las muñecas y los tobillos para que no intentara escapar. Rory no invirtió fuerzas en tratar de preguntarles a dónde lo llevaban, sabía que no le responderían. Después del suplicio de las escaleras, los soldados lo metieron en una habitación y lo empujaron groseramente, tirándolo sobre una blanda cama.

—Espera aquí— le ordenaron con rudeza.

Rory se quedó quieto, acostado boca arriba en la cama, sin atreverse a sacarse la capucha para ver dónde estaba. Escuchó a los soldados abandonar la habitación, cerrándola con llave tras de sí. Unos minutos más tarde, oyó la puerta de nuevo, seguida de pasos que se acercaron hasta él. No pudo evitar ponerse a temblar.

—Tranquilo— escuchó la voz de alguien que le apoyaba una mano en el hombro.

Reconoció la voz del cirujano que lo había atendido cuando lo abrieron para forzarlo a sanarse. El médico le sacó la capucha de la cabeza y lo observó con ojo clínico:

—¿Cómo estás?— le preguntó.

Rory solo lo miró como si no entendiera la pregunta.

El médico abrió un maletín de cuero y sacó un estuche con una jeringa.

—Esto es para el dolor— explicó, mientras sacaba el aire, presionando el émbolo hasta hacer salir un poco de un líquido amarillo por la aguja de la jeringa.

Acto seguido, le inyectó el líquido en el brazo. Descartó la jeringa y levantó la túnica de Rory, exponiendo la herida en su abdomen.

—Se abrieron los puntos— comentó con el ceño fruncido en desaprobación—. Se suponía que no debías hacer ningún esfuerzo— lo reprendió, como si Rory hubiese tenido opción en el asunto.

Rory abrió la boca para protestar, pero luego la cerró sin decir nada. Había llorado, rogado y gritado sin descanso hasta quedarse sin voz, y eso no había detenido la tortura. ¿De qué serviría ahora quejarse con este hombre por el trato recibido?




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