La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE XXII: LA TRÍADA - CAPÍTULO 107

—No veo la entrada por ninguna parte —resopló Augusto, avanzando por entre unos arbustos y estudiando la barranca que se alzaba ante él—. ¿Estás segura de que es por aquí?

—Este es el lugar que Morgana describió —aseguró Clarisa—. El túnel subterráneo por el que escapó de la mansión de Nemain emerge en algún lugar de esta barranca. Dijo que era una cueva natural. La entrada debe estar camuflada. Solo debemos seguir buscándola, es nuestra mejor oportunidad de entrar en la mansión burlando la seguridad.

—Tal vez Nemain la bloqueó después del escape de Morgana —opinó Augusto.

—No, mira —señaló Clarisa de pronto.

Augusto miró hacia donde ella indicaba y vio unas enredaderas extrañas que discordaban con el resto de la vegetación. Al acercarse, descubrieron que las enredaderas ocultaban una entrada rocosa vagamente circular. El hueco no tenía más de un metro y medio de alto y apenas unos sesenta centímetros de ancho, y estaba bloqueado por una reja de acero con tres voluminosos candados.

—La reja es nueva —comentó Augusto, observando los barrotes amurados en la piedra—. Nemain seguramente la puso después de que Morgana la eludió por aquí.

—¿Qué esperas? ¡Ábrelos! —indicó Clarisa los candados con ansiedad.

Augusto tomó el primer candado en su mano y movió los engranajes internos con su habilidad hasta escuchar el clic de la traba, liberándose. Repitió la operación con los otros dos candados y tiró de la reja. Clarisa avanzó para introducirse en la cueva, pero Augusto la detuvo, tomándola de un brazo.

—¿Qué? —protestó Clarisa.

Augusto no le contestó enseguida. Estudió la reja por un momento y luego asintió satisfecho.

—No hay sensores de alarma —anunció.

—Entonces, vamos —lo urgió Clarisa, sacando una linterna a pilas de su bolsillo y encendiéndola.

Augusto sacó también su linterna y la siguió sin demora.

Caminaron agachados por unos metros, rozando constantemente las estrechas paredes de roca. Poco a poco, el túnel fue agrandándose y pronto pudieron caminar erguidos. La oscuridad era total, apenas penetrada por los haces de luz de las linternas que no lograban mostrar más que unos escasos metros de roca desnuda y rugosa por delante de ellos. Augusto buscaba permanentemente señales de sensores o trampas, pero no parecía haber nada que no fuera piedra natural.

—¿Escuchaste eso? —susurró Clarisa, deteniéndose de pronto.

—No escuché nada. ¿Qué era? —inquirió Augusto.

—Nada, creo que solo lo imaginé —meneó la cabeza ella—. Vamos —lo urgió, no le gustaba para nada este lugar.

Más adelante, llegaron a una intersección donde se abrían dos bocas igualmente negras y poco invitantes.

—¿Te habló Morgana de esto? —preguntó Augusto.

—No, no dijo nada sobre bifurcaciones —se mordió el labio inferior ella, preocupada.

—¿Y ahora qué? —cuestionó él.

Clarisa se internó unos metros con su linterna en ambos túneles para explorarlos, pero no encontró diferencia entre ambos. No había nada que les diera indicios de cuál era el que los llevaría hasta el sótano de la mansión.

—Tendremos que elegir uno a ciegas y ver dónde nos lleva —propuso Clarisa.

—¿Cuál sugieres?

—¿El de la derecha? —se encogió de hombros Clarisa.

El silencio de la negrura de la cueva fue interrumpido por un gemido suave y apenas audible.

—¿Ahora lo escuchaste? —se volvió Clarisa a Augusto.

—Sí —murmuró Augusto, desconcertado—. Viene del túnel de la izquierda. ¿Qué crees que…? —. Pero Augusto no pudo terminar la pregunta. Clarisa se internó rápidamente por el túnel de la izquierda, dejando a Augusto con la palabra en la boca.

—¡Clarisa! —la llamó él, pero ella no le prestó atención y Augusto no tuvo más remedio que seguirla.

Augusto tuvo que casi correr para alcanzarla, y cuando lo hizo, la tomó del hombro para retenerla.

—¡Clarisa! —le susurró con urgencia al oído—. ¡Detente! ¡Puede ser una trampa!

Ella se volvió hacia él con una mirada feroz:

—¡No entiendes nada! —se soltó de su mano, echando a correr otra vez.

—¡Clarisa! —volvió a intentar él—. ¡Maldición! —gruñó entre dientes, y desenvainando su espada, se precipitó tras ella.

Augusto notó que el túnel descendía bajo sus pies, internándose en las entrañas de la barranca. Entre su agitada respiración y el sonido de sus pasos acelerados, Augusto prestó atención para ver si volvía a escuchar el gemido, pero solo pudo percibir los ecos de las pisadas impulsivas y febriles de Clarisa. De repente, sintió que el túnel se convertía en una cámara fría y húmeda. La sorpresa lo distrajo y casi atropelló a Clarisa, que se había detenido en seco delante de él.




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