La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE XXII: LA TRÍADA - CAPÍTULO 109

La caminata por el interior del túnel de roca se estaba volviendo más larga de lo que Augusto había calculado. El aire estaba cada vez más enrarecido y húmedo por la falta de ventilación, y la total oscuridad no ayudaba a alivianar la opresión que Augusto sentía. Se encontró con que, instintivamente, aguantaba la respiración, manteniendo el aire en sus pulmones lo más posible para no inhalar aquel aire estancado. A Clarisa, el tema del aire no parecía afectarle.

—Respira normal —le advirtió Clarisa al darse cuenta de lo que Augusto estaba haciendo—. Lo que estás haciendo solo logrará que te desmayes.

Augusto respondió con un gruñido, pero le hizo caso.

—¿Cuánto más crees que falta? —preguntó Augusto.

—Es difícil saberlo. Solo mantente alerta —le respondió ella.

Después de unos eternos treinta minutos, llegaron al final del túnel y lo encontraron bloqueado por una enorme y gruesa puerta de acero reforzado.

—Es tu turno —le dijo Clarisa a Augusto, recorriendo la ominosa puerta con la luz de su linterna.

Augusto exhaló el aire de sus pulmones lentamente y apoyó el oído sobre la puerta en busca de algún sonido que delatara movimiento del otro lado. Nada. Silencio absoluto. Aún así, eso no significaba que el peligro no los aguardara vigilante del otro lado, solo significaba que la puerta era demasiado gruesa y compacta para dejar que los sonidos la atravesaran.

—Apaga la linterna y prepárate —indicó Augusto—. No sé qué pueda haber del otro lado.

Clarisa asintió, apagando la luz y desenfundando su puñal. Augusto desenvainó la espada y la mantuvo firmemente en su mano derecha, mientras gesticulaba un movimiento rotativo con los dedos de su mano izquierda, simulando el movimiento de apertura de la formidable cerradura. Los engranajes obedecieron prontamente a la manipulación mental de Augusto, y el sonido metálico que hicieron al abrirse hizo que Augusto apretara los dientes con una mueca de ansiedad, temiendo haber delatado su intrusión en la mansión. Cruzó una mirada inquieta con Clarisa, pero ella no pudo verlo en la oscuridad del túnel.

—Aquí vamos —murmuró Augusto para sí, empujando la puerta lentamente con su cuerpo.

Si el sonido de los engranajes no había despertado alarmas del otro lado, de seguro el agudo chirrido de los goznes atraería a todos los guardias de la mansión a ellos.

—Maldición —renegó Clarisa por lo bajo.

Augusto comprendió que la necesidad de más sigilo era inútil y terminó de abrir la puerta de un fuerte empujón, saltando por la abertura en posición de ataque con su espada lista. Con la adrenalina haciendo bombear aceleradamente su corazón, Augusto y Clarisa se encontraron en una celda subterránea en un sótano húmedo. No había nadie.

—Rápido, abre la celda —lo urgió Clarisa en voz baja—. Parece que todavía tenemos una chance de sorprender a la gente de Nemain.

Augusto obró su magia sobre el candado que encadenaba la reja de la celda y los dos avanzaron con cautela por un estrecho pasillo flanqueado por más celdas. Clarisa volvió a encender la linterna y estudió el lugar junto con su compañero. Había grilletes con cadenas amuradas a las paredes y otros artilugios de madera que parecían instrumentos de tortura medieval. Augusto no quiso imaginar sus usos, todo el lugar le ponía los pelos de punta. Sintió un escalofrío al ver una extensa mancha de sangre seca en una de las celdas.

—Salgamos de aquí —lo tomó Clarisa del hombro.

—Sí —aceptó él, asqueado.

Al final de pasillo, se toparon con una angosta escalera y la subieron con precaución. La puerta al final de la escalera no estaba cerrada con llave. Augusto abrió una rendija y espió. Del otro lado, había una estancia amplia y luminosa, adornada con hermosas plantas. Una enorme escalinata de proporciones regias subía para ramificarse en dos en el piso superior. A la derecha, pudo ver la grandiosa puerta de entrada de la mansión. Había un bulto negro en el piso, junto a la puerta. Augusto se atrevió a abrir un poco más la hoja de la puerta del sótano y pudo ver que el bulto era un guardia armado, desparramado en el piso de mármol, inconsciente.

—¿Qué…? —se preguntó Augusto, desconcertado.

Salió hacia la estancia, seguido de cerca por Clarisa, y descubrió que había otro guardia más allá, al otro lado de una plantera, también desmayado sobre el piso.

—¿Qué diablos está pasando aquí? —le murmuró a Clarisa.

—No lo sé. Pero creo que en vez de tratar de averiguarlo, tenemos que aprovechar la situación —le respondió ella—. Vamos —se adelantó con pasos ágiles, trepando la enorme escalinata—. Morgana dijo que la gema está arriba, en la caja fuerte de su oficina.

Augusto la siguió sin demora. En el piso de arriba, encontraron más guardias desvanecidos. Clarisa parecía exultante por su buena suerte, pero Augusto tenía un mal presentimiento. Las cosas nunca eran tan fáciles como aparentaban ser. Probaron varias puertas hasta que dieron con la oficina que buscaban. Morgana se las había descripto con todo lujo de detalles. Clarisa corrió por el piso alfombrado hacia la chimenea y descubrió la caja fuerte detrás de un cuadro que estaba colgado por encima de la repisa. La cerradura era electrónica, con un panel con números.




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