La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE I: TIEMPO PERDIDO - CAPÍTULO 5

Emilia se puso de pie para seguir a Lug, pero se detuvo en medio de la habitación y se mordió el labio inferior, indecisa.

—¿Qué va a pasarme si me voy?— preguntó, preocupada.

—Seguirás con tu vida de siempre— se encogió de hombros Lug.

—¿Y los hombres de anoche? ¿Volverán por mí?

—Posiblemente, no lo sé.

Emilia echó una mirada a Polansky y su aparato, y volvió sus ojos a Lug:

—¿Ese aparato puede averiguar dónde estuve los últimos quince días?

—Esa es mi esperanza— asintió Lug—. Pero si te vas, nunca lo sabremos.

—¿Por qué es tan importante saberlo?— inquirió ella.

—¿No lo es para ti?— le retrucó Lug.

Ella no contestó. Se mantuvo en silencio por un largo momento, luego suspiró y dijo:

—Si me quedo… si me quedo, no es para siempre.

—Claro que no— le aseguró Lug.

—Si decido irme, en cualquier momento, ¿me dejarán ir?

—Emilia—suspiró Lug—, debes entender que ninguno de nosotros te forzará a nada, nunca. Sé que no comprendes lo valiosa que eres, pero si te quedas, te prometo que te ayudaremos a descubrir quién eres en verdad. No conocemos bien tu potencial todavía y no tenemos bien en claro qué es lo que te sucede durante el tiempo perdido, pero nuestra intención es ayudarte a descubrirlo.

—¿Por qué? ¿Qué ganan ustedes con eso?

—Bueno…— dudó Lug—. Sé que esto sonará un poco grandilocuente, pero lo que estamos tratando de hacer es liberar a la humanidad de la prisión limitante de ignorancia, construida a través de programaciones impuestas por cierta clase de entidades no humanas. Tratamos de captar a seres humanos en los que han despertado incipientemente habilidades especiales y los ayudamos a desarrollarlas, para que se liberen y ayuden a su vez a liberar a otros— declaró con total seriedad.

Emilia lanzó una fuerte carcajada. Se detuvo en seco cuando vio que los tres la miraban con rostros graves.

—Oh… está hablando en serio— dijo despacio.

—Así es— le confirmó Juliana.

—¿Habilidades especiales? ¿Qué es esto? ¿La escuela de X-Men?— se burló Emilia.

—Más bien la escuela de Lyanna y Augusto— dijo Polansky.

El rostro de Juliana se tensó visiblemente cuando el científico nombró a su hijo frente a la chica.

—Y la diferencia es que no somos mutantes— agregó Lug.

—Esto es una locura— meneó la cabeza la chica—. ¿De qué libro de fantasía salieron todos ustedes?

—Si piensas que todo esto es una fantasía, ¿cómo explicas tu pierna sana?— la desafió Lug.

Emilia no contestó.

—Sé que todo esto es muy difícil de digerir en un solo día— comenzó Polansky—, pero si te quedas, te aseguro que serás parte de algo increíble. No desperdicies esta oportunidad.

Emilia suspiró, considerando sus opciones: quedarse con estos locos amables para los cuales ella era valiosa y respetada, o arriesgarse a intentar seguir con su vida de siempre, ignorando a qué se debía su afección, exponiéndose a que la secuestraran unos criminales violentos… Bueno, había una tercera opción: ir al hospital psiquiátrico más cercano y entregarse voluntariamente para que la internaran y la medicaran hasta nublarle la mente de tal forma, que pudiera olvidarlo todo, y así no tener que volver a cuestionarse nada, nunca más.

—De acuerdo— volvió a suspirar, sentándose en la cama otra vez—. ¿Cómo funciona ese aparato? ¿Qué tengo que hacer?

—Este aparato, de mi propia invención, es un detector de energías sutiles— explicó Polansky, orgulloso—. Lo que hace es medir y clasificar remanentes energéticos que se han pegado al aura humana durante los últimos tres días.

—Oh…— dijo Emilia, que no había entendido una sola palabra.

—Nos dirá con qué has estado en contacto— trató de clarificar Lug—. Por eso necesitábamos contactarte justo después de uno de tus episodios de tiempo perdido, para poder medir los remanentes de energía antes de que se disolvieran.

—Entiendo… creo…— titubeó ella.

Polansky terminó de programar su equipo, que consistía en una pantalla rectangular de unos diez centímetros que emitía una luz roja, unida a un mango recubierto en goma. Del mango, salía un cable de unos tres metros, que el científico conectó a su computadora portátil.

La verdad es que Polansky no necesitaba de tal instrumento, pues el escaneo lo realizaba él mismo, con su propia mano. Esa era la habilidad que había desarrollado en Baikal con la ayuda de Lyanna. Lug había tratado de convencerlo muchas veces de que el que realizaba el trabajo era él y no su aparato, pero Polansky se negaba a prescindir de su escáner. Cuando Lug le planteó a Lyanna el asunto, ella solo se encogió de hombros y le dijo que debía dejar que Polansky usara su habilidad de la forma en que le resultara cómoda. Muchas personas necesitaban un objeto o un símbolo con el cual canalizar sus poderes, eso se debía a que habían sido educados para pensar que el poder estaba fuera de ellos en vez de dentro. Siendo un científico, acostumbrado a trabajar en un laboratorio donde las máquinas hacían el trabajo, Polansky no podía desprenderse de esa noción, y por lo tanto, sentía la necesidad de usar un instrumento que se pareciera a un escáner para proyectar su habilidad. Desde luego, ese mismo aparato, en manos de cualquier otra persona, era totalmente inservible.




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