La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE V: RÍOS DE MIEDO Y CULPA - CAPÍTULO 23

El coronel Suarez se refregó los ojos y se desperezó. Había estado mirando y re-mirando el video del encuentro entre su hijo y la criatura por horas en la pantalla de su computadora en el estudio privado de su casa.

—Tiene que haber algo— murmuró para sí mismo, volviendo el video al principio.

La cámara enfocaba el rostro de la criatura. La única palabra pronunciada durante todo el encuentro, que había durado tres cuartos de hora, era “hola”, pronunciada por su hijo al entrar en la celda de vidrio. Después de eso, no había habido nada más. Los labios de la criatura nunca se movieron y sus ojos nunca dejaron de mirar fijamente a los ojos de Maty. Su hijo le había jurado que la criatura no le había dicho nada, que ella no era como las hadas del jardín que le hablaban, pero Suarez no estaba convencido, tenía que haber algo…

Suarez observó por enésima vez la grabación, enfocando con obsesión sus cansados ojos en la imagen. De pronto, lo vio. Volvió unos segundos atrás y volvió a reproducirlo. Sí, allí estaba. ¿Cómo no lo había visto antes? Por un infinitesimal momento, la criatura había desviado su mirada hacia abajo, para luego volverla a Maty. Le estaba señalando algo. Pero, ¿qué? El coronel abrió otra ventana con la grabación de una cámara que enfocaba toda la celda en general desde arriba. Y allí lo vio claramente: la criatura le estaba mostrando a Maty el grillete en su tobillo, le estaba diciendo que ella era una prisionera en aquel lugar. ¿Y Maty? ¿Cuál había sido su reacción? ¿Había comprendido? El coronel Suarez abrió una ventana más, esta cámara estaba del otro lado y enfocaba a Maty de frente. De inmediato, el coronel vio el rostro de su hijo tensarse con ira, y luego, sus facciones se suavizaron y se volvieron neutras, como si ella lo hubiese instruido para que no traicionara su comunicación. Mientras que la criatura había logrado mantener su rostro impávido durante toda la entrevista, el niño no había podido sostener esa proeza todo el tiempo. Sus reacciones denotaban claramente que la criatura le había comunicado algo, aun sin hablarle en voz alta.

—¡Maldito niño! ¡Me mintió!— dio un puñetazo furioso en el escritorio, cerrando su computadora y poniéndose de pie.

 

Mateo estaba en el jardín, sus juguetes alrededor, olvidados, sus ojos, cerrados, su rostro, relajado pero concentrado. El hada lo había convencido de que él era su única oportunidad. El hada estaba muriendo, y Mateo era el único que podía ayudarla. Pero, ¿cómo? Él era solo un niño, no tenía fuerza ni poder para liberarla… Pero ella le había dicho que él era más poderoso de lo que creía y que podría lograrlo. Le dijo que debía invocar un nombre, que debía repetirlo en su mente muchas veces, como un llamado, y que cuando ese llamado fuera contestado, debía explicarle a ese contacto todo lo que había pasado, todo lo que había visto, todo lo que habían conversado, para que pudiera venir en su ayuda. El niño le preguntó al hada por qué no podía hacer ese llamado ella misma, y ella le dijo que el lugar donde la tenían encerrada impedía que su voz traspasara las paredes y llegara hasta quien podía ayudarla.

Mateo repitió el nombre en su mente, decenas de veces, cientos de veces, miles de veces, hasta que se volvió como un mantra que lo llevó a un trance profundo donde se sintió flotar en la nada, buscando, buscando… Y en ese estado de conexión transcendente, escuchó una voz que respondió a su incesante llamado, una voz dulce, dispuesta, pura:

—Aquí estoy.

Aquella voz tranquila le transmitió una sensación de alivio, de protección, pero cuando Maty se dispuso a hablarle a la voz sobre su encuentro con el hada, un grito fuerte y lleno de ira hizo que todo se volviera negro a su alrededor, cortando la conexión que con tanto esfuerzo había logrado. Su cuerpo empezó a temblar, invadido por el terror. Cuando abrió los ojos, escuchó más gritos y sintió que alguien lo sacudía del brazo. Después de un momento de confusión, reconoció a su padre, vociferando insultos y amenazas. Mateo comenzó a llorar asustado, mientras su padre lo arrastraba adentro de la casa. Lo llevó a su estudio y lo sentó bruscamente en una silla.

—Vas a decirme todo lo que el hada te dijo— le ordenó con un tono que no admitía negativas—. Si me mientes, lo sabré— lo amenazó con un dedo en alto.

Mateo no podía parar de llorar.

—¡Basta!— le gritó su padre, abofeteándolo con fuerza.

El niño se obligó a calmarse y tragó saliva, aterrorizado.

—¡Habla!— le exigió su padre.

Mateo comenzó a temblar, mirando de reojo hacia los costados, buscando una ruta de escape. Pero su padre estaba inclinado sobre él, con las manos agarrando con fuerza los apoyabrazos de la silla: no había posibilidad de huir a ninguna parte.

—Ayúdame, por favor, ayúdame— imploró en su mente a la voz que había respondido a su llamado, pero la voz no contestó, la conexión había sido cortada.




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