Augusto se había levantado temprano para realizar sus prácticas privadas sin los ojos curiosos y expectantes de sus amigos incomodándolo. Se sentó a la mesa del comedor comunitario, desierto a esa hora, y envolvió la taza con agua con sus manos.
—Muy bien— murmuró para sí, cerrando los ojos para concentrarse mejor—. Primero, calentarla.
Cuando solía cursar sus estudios de alquimia con Govannon en la escuela de Alaris en las Marismas al sur del Círculo, su profesor le había explicado que lo más fácil era comenzar los intentos de manipulación de la estructura de la materia con el agua. Esto se debía a que el agua era el material más maleable y propenso a aceptar cambios en todo el universo. Así que después de un año entero en Baikal, aprendiendo a dominar el movimiento de la materia, ahora podía dedicarse por fin a aprender a modificar su estructura.
Por supuesto, su esposa Lyanna le había dicho que eso no tenía ningún sentido, puesto que mover un objeto de un lugar a otro era modificar su esencia, ya que las coordenadas de tiempo y espacio eran propiedad del objeto y no un “lugar” a donde el objeto existía. Por lo tanto, mover un objeto (habilidad que Augusto ya dominaba muy bien), era lo mismo que modificar su estructura, y no necesitaba aprender nada nuevo, solo necesitaba extender los parámetros. En esto, como en muchas otras cosas, Lyanna había echado por tierra todos los conceptos que a Augusto le había costado tanto tiempo y esfuerzo aprender con Govannon. Pero cuando Augusto le había pedido a su esposa que le enseñara a transmutar la materia según sus teorías, ella solo había resoplado con frustración ante la mirada confundida de él y le había dicho que solo siguiera sus instintos y lograría todo lo que se propusiera. En otras palabras, tendría que arreglárselas solo.
Aquel no había sido el primer conflicto de ideas que el joven matrimonio había tenido en su convivencia en Baikal, ni mucho menos. Pero Augusto fue descubriendo poco a poco, que aprendía, crecía y amaba mucho más a su mujer cuando ella lo contradecía que cuando le daba la razón. Así que había aprendido a apreciar profundamente y a aceptar con una sonrisa cada instancia en la que su querida Lyanna se oponía a las ideas que a él le habían parecido normales toda la vida.
Por ejemplo, apenas unos días después de haber incorporado a Eduardo Polansky a la Experiencia de Baikal (Lyanna se opuso terminantemente a llamarlo “La escuela de Lyanna y Augusto” como proponía Polansky), Augusto le presentó a Lyanna unas ideas sobre cómo construir la escuela. Había trabajado en los planos junto con Mercuccio y Nora, diseñando dormitorios, un comedor comunitario, aulas, laboratorios y una gran biblioteca. Sus ideas no eran originales. Solo había copiado la estructura del palacio de Govannon en las Marismas, agregando algunas cosas.
Lyanna se opuso primero a construir dormitorios. Y cuando Augusto le preguntó adónde dormirían los estudiantes cuando llegaran, ella simplemente le contestó:
—Dormirán donde quieran. No podemos saber de antemano cuáles serán sus necesidades en ese aspecto, así que los lugares de descanso deberán ser construidos a medida que los que lleguen decidan dónde y cómo quieren dormir, e incluso si quieren siquiera hacerlo.
Augusto tuvo que admitir que la propuesta de Lyanna tenía sentido y que tal vez había sido presuntuoso de su parte pretender obligar a personas libres a dormir en lugares prefijados.
Pero luego se opuso también a construir aulas y laboratorios. El modelo de aprendizaje impartido por profesores a un grupo de alumnos que absorbiera los programas, ideas y propuestas de un tercero le parecía en extremo limitante. Los seres libres debían aprender lo que quisieran, como quisieran, en el horario que quisieran, por el período que quisieran, y sobre todo, debían aprender por sí mismos, no mediante conocimientos pre-fabricados por otros. Eso eliminó totalmente la necesidad de aulas, laboratorios, y también, muy a pesar de Augusto, de la biblioteca que había planeado.
Cuando Augusto planteó la necesidad de acceder a información para aprender, Lyanna le contestó que la única información necesaria a la que una persona debía tener acceso era al conocimiento de sí mismo, y eso, era demasiado personal y no podía ser contenido por ninguna biblioteca, y tampoco por la mágica tecnología de internet.
Augusto estuvo enfurruñado por varios días con la negativa de ella en cuanto a la construcción de la biblioteca. Había estado muy ilusionado con hacer copias de los libros de la escuela de Alaris y traerlos a Baikal, pero Lyanna consideraba a esos libros no solo irrelevantes, sino incluso erróneos.
—No lo entiendes, Gus, ¿no es así?— le dijo Lyanna al quinto día de su persistente enojo y reticencia a tener una conversación con ella más allá de dos o tres monosílabos.
—¿La verdad? No, no lo entiendo— rezongó él.
—Aquí, la malla electromagnética no tiene influencia— le trató de explicar ella—. Eso significa que cualquier ser humano que esté aquí el tiempo suficiente, tendrá por sí mismo acceso al conocimiento que le resulte pertinente, cualquier conocimiento del universo. Y ese conocimiento no estará filtrado por las manipulaciones de nadie, será puro, será verdadero y también será mucho más práctico que estar tambaleándose entre las verdades entretejidas con mentiras que vienen en los libros que tanto te obnubilan, Gus.
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Editado: 14.10.2019