La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE VI: BAIKAL - CAPÍTULO 29

Después de que Lyanna sanó la enfermedad de Ricardo Sandoval, todos en Baikal pensaron que el médico volvería a su vida como cirujano, pero él decidió quedarse. Había descubierto que todavía le quedaba mucho por aprender sobre sí mismo, sobre quién era y sobre lo que realmente quería hacer con su vida. Todos estuvieron encantados de seguir teniéndolo en Baikal, y poco a poco, Sandoval aprendió que sus manos no necesitaban cortar para sanar, y conoció su verdadero poder como Sanador.

Otros llegaron a Baikal, buscándose a sí mismos, pero no todos eligieron quedarse, y otros más, que sí eligieron quedarse, no parecían estar haciendo mucho para encontrar sus respuestas personales. Por ejemplo, Alí, que había llegado desde una cueva en las montañas un día de primavera y se había construido un pequeño refugio con troncos a tres kilómetros de la residencia principal, en el que todo lo que hacía era dormir todo el día, despertándose apenas, y por un breve momento, cuando Mercuccio le llevaba comida y agua.

Y después estaba Clarisa, cuyo propósito parecía ser divertirse, manejando el clima para incomodar a todos los residentes de Baikal con sus intempestivas lluvias, granizos destructivos e incluso nevadas repentinas. Los últimos meses, todos habían vivido a merced de los caprichos climáticos de Clarisa. Los más irritados con todo el asunto eran Nora y Mercuccio, que se quejaban incesantemente a Lyanna y le reprochaban que no le pusiera límites al desconsiderado comportamiento de aquella chica. Pero Lyanna solo se encogía de hombros ante sus reclamos, dejando bien en claro que ella no tenía intención alguna de poner límites a nadie. Algunas veces, Clarisa se iba de Baikal por unos días, lo cual hacía ilusionar a Nora y a Mercuccio haciéndoles creer que al fin se habían librado de ella, pero desgraciadamente, siempre volvía, dispuesta a practicar nuevos desagradables trucos.

—Este lugar se está convirtiendo en un manicomio— protestó un día Mercuccio a Augusto—. ¿Podrías hablar con ella?

—¿Con Clarisa?— inquirió Augusto.

—No, con Lyanna. ¿Cómo puede permitir esto?— señaló las negras nubes que preparaban una tormenta eléctrica.

—Para ella todo es experiencia, sin juicio— explicó Augusto—. Así como tú no ves nada de malo en un día tibio de sol, ella no ve nada de malo en una tormenta. Pero si hay algo que ella no hará nunca, es coartar el libre albedrío de otros.

—¿Entonces, qué? ¿Debo vivir el resto de mis días pendiente de las ocurrencias y cambios de humor de Clarisa? ¿Qué hay de mi libre albedrío?

—Nadie te obliga a vivir aquí si no quieres— le advirtió Augusto.

—No quiero irme— se cruzó de brazos Mercuccio, enfurruñado como un niño de cinco años—. ¡Que se vaya ella! ¡O que al menos se comporte de manera más considerada!

—Ten paciencia, Mercuccio— suspiró Augusto, desgastado por las protestas del otro—. Hay cosas peores.

Mercuccio contestó con un gruñido ante la falta de apoyo de Augusto y se retiró de la sala. Aunque trataba de no demostrarlo, Augusto también estaba incómodo con las acciones de Clarisa, y su tolerancia se estaba acabando.

Las cosas comenzaron a ponerse un tanto ríspidas y difíciles en Baikal. Parecía que las tormentas que arrasaban los jardines afuera, sacudían también los temperamentos en el interior de la residencia principal. El ambiente ya no era relajado y amable. Se escuchaban más gruñidos que risas, más quejas que cantos alegres, y más suspiros de resignación que de felicidad.

Para Augusto, el asunto empeoró con la partida de Polansky. La decisión de Eduardo de abandonar Baikal no tuvo nada que ver con Clarisa. El científico había estado probando desde hacía un tiempo, la utilización de su habilidad fuera de Baikal. Hacía viajes periódicos a la cercana ciudad de Irkoutsk con todos sus aparatos y su computadora, y practicaba sin descanso la lectura de energías de personas, lugares y elementos. Cuando estuvo seguro de que su habilidad funcionaba tan bien fuera de Baikal como dentro, Polansky habló con Lyanna y le expresó su deseo de trabajar en “el mundo” como él llamaba al resto del planeta (él consideraba que Baikal era una especie de espacio separado de la cotidianeidad de su vida anterior). El proyecto de Polansky era muy ambicioso: crear un catálogo de las diferentes frecuencias de energía emanadas por personas, objetos y lugares, para poder estudiarlos, analizarlos, compararlos y comprender cómo la malla energética que rodeaba el planeta los afectaba. Aquello no era más que una extensión del proyecto original que Augusto le había presentado cuando le dio a analizar aquel tronco de balmoral y la hebra de cabello de Lyanna.

Lyanna estuvo muy complacida con el planteo de Eduardo y lo apoyó en todo, pero Augusto no pudo aceptar la idea con tanta facilidad. Él y Eduardo se habían vuelto muy amigos, y la idea de su partida lo entristecía. Eduardo notó su pesadumbre y lo invitó a ir con él, pero desde luego, Augusto no aceptó. Su lugar estaba junto a Lyanna, en Baikal. Aún cuando Lyanna jamás le hubiese pedido que sacrificara lo que quería hacer por ella, él sabía que sin ella, solo se marchitaría hasta la muerte. La amaba más que a nada en el mundo y ella lo amaba a él de la misma manera. Además, lo que más quería hacer era transformarse en un verdadero alquimista y aún estaba lejos de lograrlo, incluso en un lugar libre de limitaciones como Baikal.




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