La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE VII: SECRETOS - CAPÍTULO 35

—Cory…— comenzó Madeleine, tratando de encontrar las palabras adecuadas para explicarlo—. Todos estos años… bueno, has sido un gran amigo para mí, un gran apoyo para sobrellevar esta extraña habilidad que tengo de ver las cosas del porvenir. Siempre has estado a mi lado, incluso en los momentos más difíciles, como cuando murió mi padre y tuve que hacerme cargo del ducado de Tiresias…

—¿Pero?

—Pero siento que en tu afán de protegerme, has tomado siempre la información de mis visiones y la has cargado sobre los hombros de otros. Hasta ahora, no me había molestado porque sé que lo has hecho por mi bien, sé que sientes que la carga de las visiones me habría quebrado a la larga, convirtiéndome en una persona que no quiero ser.

Cormac tragó saliva sin contestar, al descubrir que el instinto de ella era más agudo de lo que él había supuesto todos estos años.

—Pero esta vez no puedo permitirlo, Cory, no puedo dejar que te encargues de esto.

—¿Por qué no?— la voz de Cormac sonó como un gemido.

—Porque esta profecía me concierne directamente y siento que es parte de un conocimiento interno de mi ser que siempre he buscado.

—Si es así— dijo Cormac, despacio—, déjame ayudarte, déjame…

—Querido Cory…— lo interrumpió ella, poniéndose de pie y posando suavemente una mano en su mejilla—. Muchas veces me he preguntado qué fue lo que te hizo permanecer a mi lado tan fielmente. Al principio, parecía como si estuvieras aquí para vigilarme a sol y a sombra, controlarme de alguna manera…

—No, Mady, yo…

Ella lo detuvo con una mano en alto y prosiguió:

—Pero luego me di cuenta de que había algo más. Cada vez que te descubro observándome en secreto, cada vez que tu mirada se cruza con la mía, lo veo, veo el esfuerzo que haces para no demostrar tus sentimientos con respecto a mí, veo que me amas en secreto, y que por alguna razón, piensas que si yo lo advierto, te echaré de mi lado para siempre.

Cormac entrelazó los dedos de sus manos con nerviosismo, pero no dijo nada.

—Tal vez piensas que la diferencia de edad es un impedimento insoslayable, tal vez crees que la hija de un duque con oportunidad de suceder al trono de Colportor no puede enamorarse de alguien que no pertenece a la nobleza— siguió ella—, pero creo que me conoces lo suficiente como para saber que esas cosas no me importan, Cory.

—Por favor, Mady, por favor no…— rogó él al borde de las lágrimas.

—¿Por qué? ¿Por qué tienes tanto miedo de la posibilidad de que yo pueda corresponderte?

—Eso no es posible— negó él con la cabeza—, ni ahora ni nunca— dijo terminante, con la voz enronquecida por la pena.

—¿Por qué?— insistió ella.

Él permaneció en silencio un momento, y al fin contestó:

—Porque si aceptara una relación de ese tipo contigo, tendría que revelarte cosas sobre mí que harían que te horrorizaras, que me odiaras…

—Cory, no me importa tu pasado.

—Dices eso porque no tienes idea de…

Ella detuvo su protesta con un beso sobre los labios de él. Él cerró los ojos por un momento, extasiado y culpable, maravillado y angustiado. Sacó fuerzas de donde no las tenía y se apartó de ella:

—No me hagas esto, por favor, no me hagas esto…— rogó entre lágrimas.

Ella asintió con el rostro serio y volvió a sentarse en su sillón:

—Solo quiero que sepas que yo también te amo, Cory, y que cuando decidas que estás listo para aceptarme, no tienes más que decírmelo— le dijo con ternura.

Cormac agachó la cabeza, evitando la mirada de ella. Quería gritarle que la amaba, que la había amado por cientos de años, a pesar de sus traiciones, a pesar de sus crímenes, pero no se atrevía, pues sabía bien que el amor de ella no era real. Ella nunca lo había amado en verdad, y si ahora sentía algo por él, era solo porque no sabía quién era ella, no tenía memoria de su pasado y no sabía tampoco que él era el culpable de que ella no recordara quién había sido su verdadero amor y cómo había terminado con su vida. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para alejar y enterrar sus sentimientos nuevamente. Se secó las lágrimas con el puño de su camisa, respiró hondo, y logró por fin calmarse lo suficiente como para volver al tema que quería tratar con ella:

—Háblame de tu visión— le pidió.

—No, no haré eso— fue su rotunda respuesta.

—¿Por qué?

—Porque si sabes de qué se trata, solo tratarás de detenerme y no quiero eso. Lo que quiero, en cambio, es que me acompañes.

—¿Qué?— inquirió él, sorprendido.

—Oh, Cory, Cory— sonrió ella—. Es obvio que cuatro caballos son para dos jinetes y equipaje, con la posibilidad de irlos intercambiando para que soporten mejor el largo viaje. ¿A quién creíste que iba a llevar conmigo?




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