La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE IX: IDENTIDADES OCULTAS - CAPÍTULO 45

Anhidra se revolvió inquieta, sentada en el alto trono de Merianis, que ahora más que nunca sentía demasiado grande para ella. Suspiró, preocupada. ¿Dos Antiguos en Medionemeton pretendiendo vender información sobre su desaparecida reina? Y no dos Antiguos cualesquiera, sino el mismísimo Cormac, peligroso manipulador de memorias y custodio de la aun más peligrosa Marga, profetisa de la oscuridad, encarnada en una nueva y aparentemente inocente vida, despojada de su identidad original.

Anhidra sabía que Lug confiaba ciegamente en Cormac, pero eso no lo convertía automáticamente en confiable para ella. La actual líder de las mitríades se jugaba la cabeza a que Lug no sabía nada de esta extraña visita. A pesar de esto, Anhidra no podía desdeñar cualquier posible información sobre la desaparecida reina, aún cuando viniera de fuentes tan inverosímiles y dudosas. Su instinto le gritaba que aceptar esta entrevista era muy arriesgado, por lo que sabía que debería manejarse con extrema cautela al tratar con estos dos.

La actual líder se puso de pie casi de un salto cuando las puertas de la sala del trono se abrieron para admitir a la patrulla de Lobela, que traía a los dos extranjeros, maniatados y con los ojos vendados. Lobela caminaba al frente, avanzando con paso decidido y solemne por la larga alfombra que llevaba hasta la tarima donde se elevaba el trono. La seguían sus guardias, guiando firmemente de los brazos a los visitantes. Al llegar a unos tres metros de los escalones que subían hasta el trono, Lobela se detuvo y levantó una mano, dando a entender a su gente que hasta ahí podían llegar los extranjeros. Las mitríades asintieron y tironearon a los prisioneros hacia atrás, para darles a entender que debían detenerse. Cormac y Madeleine obedecieron, quedando parados en medio del amplio salón, vigilados por los atentos ojos de más de cincuenta mitríades reunidas a su alrededor, más Anhidra, que los estudiaba cuidadosamente desde su puesto elevado.  

—Mi Señora— hizo una reverencia Lobela.

Anhidra trató de reprimir una mueca de disgusto ante la obsequiosidad de la mitríade. No le gustaba recibir aquellos tratamientos deferentes, pues no se sentía digna del puesto al que sus hermanas la habían empujado ante la desaparición inexplicable de Merianis. No se cansaba de repetirles a todas que ese puesto como líder de su gente era solo provisorio y que ella no era su nueva reina. La reina era Merianis, y su ausencia no la despojaba de su cargo. Aunque Anhidra trataba de sostener esa convicción a toda costa, la verdad es que con el correr de los días, sus hermanas iban perdiendo la confianza de que Merianis pudiera regresar con vida de donde sea que había sido llevada. Por eso era tan importante correr el riesgo de aceptar la ayuda de estos dos potenciales enemigos: debían saber a ciencia cierta lo que había sido de su reina para poder actuar en consecuencia, haciendo los arreglos necesarios para rescatarla o resignándose a su deplorable pérdida.

Lobela se dio vuelta hacia los cautivos y abrió la boca para ordenarles que se pusieran de rodillas ante la líder de las mitríades, pero Anhidra, adivinando su intención, la silenció con un rápido gesto de su mano. Lobela accedió a la silenciosa orden, aunque no trató de ocultar el desacuerdo en su mirada. Anhidra hizo otra seña, indicando a todas las presentes que debían mantenerse en el más absoluto silencio, dejando en sus manos esta audiencia. Todas inclinaron las cabezas, reconociendo y obedeciendo la autoridad de Anhidra.

—Quitadles las vendas— ordenó Anhidra—. Quiero ver sus ojos.

De inmediato, las mitríades que custodiaban a los prisioneros les sacaron las vendas. Los dos pasearon miradas fascinadas por el fastuoso y singular salón del trono.

—Increíble— murmuró Cormac.

—Hermoso— sonrió Madeleine.

—Soy Anhidra— desplegó sus alas la líder, volando majestuosamente desde el trono, para posarse delicadamente frente a los dos extranjeros—, líder de las mitríades de Medionemeton.

—Su excelencia— se inclinó Madeleine en reverencia, la cual no resultó muy elegante debido a que tenía las manos atadas a la espalda—. Somos…

—Sé quiénes sois— la cortó Anhidra abruptamente—. El hecho de que haya accedido a veros no significa que seáis bienvenidos aquí.

Madeleine tragó saliva y se mantuvo en silencio. Era claro que Anhidra quería demostrar que esta entrevista estaba bajo su estricto control. La mitríade desvió su mirada de Madeleine, y en cambio, se acercó interesada a Cormac:

—¿Por qué la habéis traído aquí?— le demandó al Antiguo.

Cormac abrió la boca para contestar, pero Madeleine le ganó de mano:

—No fue él el que me trajo a mí, sino yo a él— dijo, con el tono aristócrata de su rango en el sur.

Anhidra no pareció molestarse ante la impertinencia de Madeleine. Solo sonrió con condescendencia hacia ella y le dijo:

—Sois una mujer lo suficientemente inteligente como para haberos dado cuenta a estas alturas que ninguna de vuestras decisiones ni vuestros movimientos escapan a la voluntad de vuestro custodio— señaló a Cormac.




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