La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE X: EL NIÑO HERIDO - CAPÍTULO 50

Cuando Augusto cerró la puerta de la habitación del niño tras de sí y se dispuso a hacer guardia en el pasillo, bloqueando la entrada a cualquiera que pretendiera entrar a interrumpir a Lyanna, se encontró con dos soldados vestidos con ropa de fajina, que salieron de la nada y lo abordaron de forma rápida y agresiva. Uno de ellos lo tomó de un brazo y le susurró al oído:

—Vendrá con nosotros sin hacer escándalo.

Augusto abrió la boca para protestar, pero decidió cerrarla de nuevo cuando sintió el cañón de una pistola apoyado en sus costillas por el segundo soldado. Por un momento, Augusto pensó en resistirse, pero luego pensó en Lyanna y se dio cuenta de que era mejor cooperar con los dos soldados para alejarlos de ella y mantenerlos ocupados. Así que se dejó arrastrar de los brazos por los dos soldados sin presentar pelea.

Lo metieron en un ascensor y bajaron hasta el estacionamiento del hospital, que estaba en el subsuelo. Lo sostuvieron contra un automóvil negro, le esposaron las manos a la espalda y lo metieron en el asiento trasero.

—¿Quiénes son ustedes? ¿A dónde me llevan?— los cuestionó Augusto, mientras ellos se subían a la parte delantera del vehículo y lo ponían en marcha.

Los soldados no le contestaron.

—¿Estoy bajo arresto o algo así?— insistió Augusto—. Tengo derecho a llamar a mi abogado.

Los dos militares hicieron caso omiso de sus protestas y condujeron el vehículo por la ciudad, hacia el norte, hasta llegar a la autopista. Desde allí, avanzaron varios kilómetros y luego tomaron por una ruta secundaria sin señalizaciones. Augusto miraba atentamente por la ventanilla, tratando  de identificar el posible destino, pero la noche ya había descendido y no podía distinguir más que sombras de arboledas y algunos campos de pastoreo a los costados del camino. No había señal alguna de civilización: ni casas, ni luces, ni otros vehículos. Augusto comenzó a preocuparse.

Después de un período de tiempo que Augusto calculó más o menos como unas dos horas, el soldado que manejaba detuvo el coche bruscamente en medio de la nada. Los dos soldados se bajaron del vehículo, dejando a Augusto esposado en el asiento de atrás. El prisionero estiró el cuello para ver lo que pasaba. Vio que había un inmenso tronco caído, bloqueando el camino. Los soldados estaban estudiándolo para ver cómo podrían moverlo.

De pronto, Augusto notó que la noche se ponía más oscura de improviso. Miró hacia el cielo y vio un conglomerado de nubes espesas que se movía hacia ellos de una manera muy poco natural.

—¿Qué...?— murmuró para sí, pero decidió no perder tiempo en elucubraciones.

Estaba claro que los soldados no lo habían abducido legalmente, y esta era tal vez su única posibilidad de escapar, escondiéndose en la espesura, aprovechando la oscuridad de la noche para evadirse de sus captores. Así que Augusto cerró los ojos por un momento y visualizó la cerradura de sus esposas, moviendo los engranajes internos hasta que escuchó el clic que le anunciaba que se habían abierto. Con sus manos liberadas, se movió lentamente hacia un costado, buscando a tientas  la manija de la puerta del coche sin quitar sus ojos de los dos soldados, que seguían preocupados, examinando el tronco. Y luego, todo pasó tan rápido y fue tan abrumador, que Augusto se quedó paralizado en el asiento, sin atinar a salir del automóvil.

De las negras nubes acumuladas sobre su cabeza, se desprendió un inesperado rayo, que con un sonido atronador, golpeó como un látigo fulminante a los dos soldados, carbonizándolos en el acto. Después de eso, las extrañas nubes desaparecieron tan rápido como habían llegado. Con los ojos abiertos como platos por el asombro, Augusto vio una figura que avanzaba a pie por el camino, acercándose sin prisa hacia el coche. Pasó en medio de los dos cadáveres, que todavía humeaban en posturas de desprevenida sorpresa, sin siquiera prestarles atención, y saltó por encima del tronco con calculada agilidad. Cuando estuvo más cerca, gracias a los faros del coche todavía encendidos, Augusto pudo distinguir que la figura era una mujer, vestida con ropa ajustada de cuero y el cabello recogido en una larga trenza que le llegaba hasta la cintura. La mujer se movió con delicada gracia femenina hasta el lado derecho trasero del coche y abrió la puerta:

—¿Estás bien?— le preguntó a Augusto.

El muchacho tardó un par de segundos en lograr reponerse de la sorpresa lo suficiente como para contestar:

—¿Clarisa? ¿Qué haces aquí?

—¿Qué hago aquí? ¡Estoy rescatándote, por supuesto!— exclamó como si fuera lo más obvio del mundo—. No habrás creído que esos dos te llevaban a tomar el té, ¿o sí?— le tendió una mano para ayudarlo a bajar.

Augusto ignoró el ofrecimiento y bajó del vehículo por sus propios medios. Caminó unos pasos hacia el tronco, como para ver más de cerca los cadáveres, pero el olor a carne quemada lo hizo desistir y se volvió hacia Clarisa:




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