La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE X: EL NIÑO HERIDO - CAPÍTULO 51

Clarisa resopló con impaciencia:

—Sube al coche, Augusto, te lo explicaré de camino.

—No— negó Augusto con la cabeza—. Me lo explicarás ahora mismo. ¿Qué era ese ojo azul en el cielo? ¿Por qué Lyanna se enfadó de esa manera al verlo?

—Bien, si quieres quedarte aquí, hazlo, yo me voy— amagó a subirse al automóvil—. Buena suerte con los perros.

—Viniste a rescatarme y acabas de matar a dos hombres para lograrlo, Clarisa. Sé perfectamente que no vas a abandonarme aquí, así que habla.

—Estamos perdiendo el tiempo, y ya te dije que los militares vendrán pronto a investigar este lugar. Estamos en peligro aquí— trató de razonar ella con él.

—Perfecto— le retrucó él con sarcasmo—. Eso significa que es mejor que te apresures a contestarme.

Clarisa meneó la cabeza con frustración, pero al fin cedió:

—El Ojo era un dispositivo de protección— comenzó ella.

—¿Para Baikal?

—No, para ti.

—¿Para mí? ¿Por qué?

—Pues obviamente porque estás en peligro— le respondió ella, con una mueca sardónica—. Pero ya sabes lo que opina Lyanna sobre la protección: si alguien necesita ser protegido está atrayendo el peligro al que teme y haciéndose vulnerable a él, por lo que ella vio al Ojo como más amenazador que el riesgo que intentaba reducir, así que me obligó a disolverlo. ¿Contento?

—No— le respondió Augusto—. Eso explica por qué deshiciste el Ojo, pero no por qué te echó de Baikal.

—Ella estaba enojada y yo también. Nos dijimos cosas subidas de tono y ella me echó de su santuario, es todo.

—No— insistió Augusto—. Lyanna no pudo haberte echado porque trataras de protegerme, hay algo más, dímelo.

Clarisa se mordió el labio inferior y desvió la mirada.

—No lo hagas más difícil, recuerda que el tiempo apremia— le advirtió él.

—De acuerdo, el Ojo era también un dispositivo de rastreo. Necesitaba poder saber dónde estabas en todo momento para protegerte. Escúchame, Augusto, entiendo la filosofía de Lyanna, pero el peligro que te acecha es real. Estos dos soldados que te secuestraron lo prueba— señaló los cuerpos ennegrecidos—. Por favor, por favor, sube al coche— le rogó.

—Un momento— entrecerró Augusto los ojos con cierto descreimiento—. Sin el Ojo para rastrearme, ¿cómo me encontraste aquí en medio de la nada?

—Tuve que arreglármelas con un objeto personal al cual le habías dedicado mucho afecto y atención, algo que me permitió sintonizar tu paradero por afinidad de vibración— respondió ella, rodeando el coche hasta él—. Pero ahora te lo devuelvo como señal de buena fe— se llevó las manos a la cintura, desabrochando un grueso cinturón de cuero.

Augusto vio por primera vez que del costado de la cadera izquierda de Clarisa colgaba una vaina con una espada enfundada. La chica terminó de desprender la espada y se la entregó a su dueño.

—¡Mi espada de Govannon! ¿Cómo…?— exclamó Augusto al reconocerla.

—La robé de la casa de tus padres en una de mis ausencias de Baikal, como salvaguarda por si fallaba lo del Ojo.

—¿Qué les hiciste a mis padres?— desenvainó la espada él, apoyándola en el cuello de ella en amenaza.

—Tranquilo— levantó ella las manos en señal de rendición—. No les hice nada. No había nadie en la casa cuando entré a procurarme la espada. Ellos ni siquiera se han dado cuenta de que falta, lo juro.

Augusto percibió por el rabillo del ojo unas luces lejanas que se acercaban por la carretera desde el lado de la base.

—Por favor— le volvió a rogar Clarisa con nerviosismo al ver las luces—. Te he dicho todo lo que querías saber. Por favor, sube al coche.

Augusto despegó el filo de la espada del cuello de ella y asintió con el rostro serio. Ella suspiró con alivio y se metió en el automóvil del lado del conductor, mientras Augusto subía del lado del acompañante, ubicando su espada entre las piernas y ajustándose el cinturón de seguridad. Ella sacó un puñal oculto y lo usó para desprender la pantalla del GPS del coche, arrojándolo luego por la ventana. Después, maniobró el coche con destreza, dándolo vuelta y huyendo del lugar a toda velocidad hacia la ciudad.

—¿Por qué me están persiguiendo unos militares y cómo hicieron para encontrarme en el hospital?— le preguntó Augusto a Clarisa.

—Tenían vigilado al hijo del coronel Suarez— dijo ella.

—¿El niño herido era una trampa?

—Eso parece, sí— opinó ella.

—Debemos volver al hospital cuanto antes. Debo advertirle a Lyanna— dijo él con urgencia en la voz.

—Lyanna está bien— meneó la cabeza Clarisa—. No es a ella a quién buscan sino a ti. Si vuelves allá, te expones innecesariamente. Además, a estas alturas, ella ya debe haber sanado al niño y lo debe haber sacado de allí.




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