La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE XI: EL HUÉSPED DE HONOR - CAPÍTULO 52

Liam abrió los ojos y miró en derredor. Se tocó la cabeza donde Torres lo había pateado e hizo una mueca de dolor. Por un momento, pensó que no estaba despierto, pues su situación estaba muy lejos de ser la de un prisionero. Estaba acostado en una cama mullida en una habitación fastuosa con pisos alfombrados y muebles de madera fina. Tenía puesto un piyama de seda negro y ninguna parte de su cuerpo estaba restringida de ninguna forma. Se incorporó de golpe en la cama, tratando de dilucidar si estaba siendo víctima de una alucinación. Pasó la mano por las suaves sábanas. Se levantó y fue hasta una silla, tomándola del respaldo, levantándola, sintiendo su peso. Todo parecía demasiado real para ser un sueño. Luego fue hasta la puerta de la habitación y la abrió, sorprendiéndose de que no estuviera trabada.

Muy bien, no estaba atado y no estaba encerrado. Se habían tomado muchas molestias para hacerlo sentir cómodo y relajado. Eso solo significaba que el juego era psicológico más que físico. Estaban tratando de manipularlo, pero no sabían que habían dado con el rey de la manipulación.

Liam asomó la cabeza hacia un amplio pasillo y vio a una mucama que caminaba hacia él con una bandeja. Hizo un esfuerzo para relajar los músculos de su rostro, mostrando una expresión blanda y tranquila.

—¡Ah!— dijo la mucama—. El general estará muy complacido de saber que ya ha despertado— sonrió—. Le traje su desayuno— indicó la bandeja.

—Gracias— sonrió Liam a su vez, como si pasar sin transición de prisionero en una celda subterránea a huésped de honor en una mansión lujosa fuera lo más natural del mundo.

Liam abrió del todo la puerta de la habitación, dejando entrar a la mucama con la bandeja. Ella apoyó el desayuno en una mesa de caoba exquisitamente labrada que se erguía a la derecha de la cama.

—El general lo espera en la terraza cuando termine su desayuno— le anunció la mucama—. En ese armario encontrará ropa adecuada— señaló.

—Entiendo, gracias— respondió Liam amablemente, aunque no entendía nada. Había decidido seguir el juego, para descubrir sus reglas y usarlas a su favor.

La mucama se retiró con una respetuosa inclinación de cabeza, que Liam devolvió con estudiada tranquilidad. El muchacho se sirvió una taza de café como para tratar de terminar de despertarse y forzarse a estar lo más alerta posible. No perdió tiempo en probar las tostadas, ni los deliciosos y tentadores pastelillos de la bandeja. En cambio, fue hasta el armario, lo abrió y estudió su contenido. No encontró su ropa de soldado, sino un elegante traje que pronto comprobó era de su talla. Se lo puso enseguida y se dispuso a explorar la mansión del general. Salió al pasillo y caminó hacia la izquierda, por donde había visto venir a la mucama. Pronto encontró unas amplias escaleras. El tramo que bajaba, desembocaba en un espacioso recibidor con dos guardias vestidos con trajes negros y audífonos en los oídos, apostados a los lados de la puerta principal. Al ver a Liam, los guardias lo saludaron con una leve inclinación de cabeza, pero sus rostros impávidos no denotaron ninguna simpatía.

Liam sonrió para sus adentros: el general estaba tratando de hacerle creer que no era un prisionero en este lugar, pero Liam sabía que si intentaba cualquier movimiento que no fuera ir a la terraza a encontrarse con su supuesto anfitrión, sus gorilas lo forzarían a respetar los deseos del dueño de casa. De todas formas, Liam no tenía intenciones de escapar de aquel lugar, por el contrario, lo que más le interesaba era participar en el juego del general, para averiguar lo que necesitaba.

Tratando de mostrar el mayor aplomo posible, Liam subió obedientemente por el tramo de escaleras que llevaba a la terraza. Al final de la escalinata, se encontró con una puerta vidriada que abrió con cuidado, saliendo a la intemperie. La brisa fresca de la mañana inundó su rostro y su pecho, junto con la luz del sol que apenas asomaba por el este. La terraza era amplia, decorada con hermosos canteros con flores y fuentes de agua. Hacia la derecha, Liam vio a un hombre de unos cincuenta años que observaba el amanecer con un vaso de whisky en la mano. Estaba parado debajo de una glorieta techada con una espesa enredadera con flores blancas, apoyado sobre una baranda de hierro labrado que bordeaba la terraza. A su lado, había una pequeña mesa redonda, flanqueada por dos sillas de hierro pintadas de blanco. El hombre se volvió hacia Liam al escuchar sus pasos y le sonrió con afabilidad:

—¡Ah, Liam! Bienvenido a mi morada— abrió los brazos con un gesto que abarcaba el lugar.

Liam no se inmutó al escuchar su nombre verdadero de labios del general. Era de esperarse que el tratamiento especial que estaba recibiendo se debiera a que su pseudo-anfitrión conocía de sobra su identidad.

—¿No es exquisito?— señaló el general el horizonte hacia el este.

Liam observó el cielo teñido de rojo por el sol naciente, que bañaba el paisaje poblado de árboles y pastizales verdes, ensangrentados ahora por el ominoso amanecer carmesí. Desde esa altura, el huésped-prisionero vio que la mansión estaba en un lugar alejado, apartado de cualquier signo de civilización. Los amplios jardines de la fastuosa mansión estaban rodeados por una cerca electrificada, y Liam pudo ver varios guardias armados que recorrían el perímetro con perros entrenados para el ataque. Era claro que el general lo había citado en la terraza para mostrarle sutilmente que en este lugar, Liam estaba a su completa merced.




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