Corría 1919 y él ya rozaba los 41 años. Era un hombre razonablemente atractivo para todos en el pueblo, tanto así que nunca faltaban las personas que lo confundían con los ricos, pensando que era alguien de muchas propiedades por su elegancia.
Ante estos comportamientos, él simplemente contestaba, con tono distante, frío y arrogante:
—Me temo que me ha confundido con otra persona. Yo soy un simple cochero —aclaraba con ambas manos en su bastón, que le daba un aire más sofisticado.
Al que preguntaba se le borraba la sonrisa, se disculpaba con vergüenza y seguía su camino.
En ningún momento Horacio los miraba a los ojos, como si fueran inferiores a él o indignos de su atención. Y en parte lo pensaba.
Y así era cada vez.
Ese día, frente al espejo, supo que tenía más trabajo que hacer. Un joven militar le había dado una buena cantidad de dinero y una nota que decía la dirección a la que debía ir. Horacio no vio por qué no aceptar, después de todo, podría darse unos lujos por un tiempo.
A decir verdad, también le importaba muy poco lo que le dijera la vecina de enfrente sobre aquel muchacho. Horacio era así, mientras más le decían que no hiciera algo, más deseo tenía de fastidiar a los demás: esa era su Primera Regla.
Pero la vecina no era la única que le aconsejó que no obedecira al militar.
Con todo el fastidio del mundo pero con una sonrisa amable, él recitaba con un tono apacible y dulce:
—Muchas gracias, lo tendré en cuenta. Le prometo que no lo olvidaré —se quitaba su sombrero negro y se lo volvía a poner al marcharse con rapidez, pensando qué les importaba a ellos lo que él hiciera o no.
Esto ocurría muy seguido, no solo por eso, sino que pasaba con cualquier tipo de situación en la que alguien se entrometiera, sin importar si eran familiares o desconocidos.
Todos recibían el mismo trato de su parte.
Con respecto al encargo, solo era ir a aquella casa y recibir a quien sea que lo esperara fuera, como le dijo el chico.
Era un plan bien pensado, o eso pensaba Horacio mientras se arreglaba el pelo y revisaba que todo en él estuviese perfecto.
Él tenía unos hermosos ojos acaramelados que eran la envidia de todos sus hermanos, ya que expuestos al sol tenían el mismo color de la miel. Cabello dorado y rebelde que se peinaba hacia atrás para verse más elegante y casual; las personas de la zona que solicitaban su servicio solían ser gente adinerada, así que siempre debía estar presentable. “Gente de bien como yo", recordó que le decía ella.
«No», pensó. Se miró al espejo, sus ojos tornándose rojos y vidriosos con rapidez.
—No... —repitió en voz alta para sí mismo, apretando el puño cerrado en su pecho; el corazón le latía tanto que daba la impresión de que se le fuera a salir.
«¡Al diablo!», hizo una pausa para agregar, derramando una lágrima:
—Qué importa.
El eco de su voz rebotó en el baño, apretujado, que contaba con un lavamanos con espejo.
No, no. Se inclinó en el lavabo, con las manos aferradas a los bordes, bajó la vista en sus zapatos y finalmente cerró los ojos con fuerza, apretando la mandíbula. Tragó saliva.
Horacio sacudió la cabeza. Sabía que no era el momento ni el lugar para pensar en ello, así que sacó un pañuelito del bolsillo de su traje negro y se limpió la lágrima que rodó por su mejilla. Se enderezó y observó su reflejo, imperturbable sin contar sus ojos irritados.
«Nadie debe saber lo que siento», suspiró. Miró con decisión sus ojos, «No necesito a nadie», pensó, remarcando espacios entre cada palabra.
—Ni n-nadie me necesita —dijo con la voz rota.
Se acomodó el moño rojo, de 50 dólares, pacientemente y salió de su casa, reviviendo todo por pequeños instantes. Con un paso sus recuerdos titilaban y con otros se borraban. Trataba de ignorarlos. Y aparecía, por supuesto, el rayo de su felicidad.
Ahora que lo había perdido todo, el sentido en que veía el mundo era completamente diferente que el de aquel joven de 21 años. No se distinguía ni ante el espejo.
Horacio subió a su carruaje y echó a andar con los caballos.
Miró hacia un costado; la chica que atendía la panadería del pueblo le saludó, pero Horacio apartó la mirada.
La mayoría allí eran buenos y amables con él, pero Horacio nunca les devolvía el mismo trato. Las personas ricas que requerían sus servicios siempre querían iniciar conversaciones con el cochero; sin embargo, este siempre se mostraba indiferente.
De a ratos paraba a pedir varias indicaciones, claro que nunca agradecía ni saludaba, no porque se le olvidara, sino que lo consideraba una pérdida de tiempo. Después de todo, nunca en su vida volvería a ver a ese montón de tipos ni los buscaría en un futuro para disculparse por su comportamiento.
Ya anochecía cuando Horacio llegaba a la dirección, dado que estaba muy lejos de su pueblo.
Paró el coche y esperó fuera de la casa indicada. Por un rato no escuchó nada que viniera por dentro, hasta que todas las luces de las habitaciones se encendieron y se escucharon varios gritos. Seguido de todo esto, al pasar unos cinco minutos, una chica, con un velo turquesa cubriéndole la cabeza y el rostro, salió por la puerta, la cerró y caminó rápido hacia el coche.
Horacio, sin interés en la situación, puso en marcha a los caballos y en unos segundos se fueron de allí.
A lo lejos, se oían unos gritos y pasos, como si alguien detrás de ellos corriera para alcanzarlos. La chica sacó la cabeza por la ventana y la volvió a meter al instante, algo nerviosa. Pero pronto los pasos dejaron de oírse y la joven pudo dar un pequeño respiro.
«Por fin me he ido», pensó ya más calmada un rato después y se acomodó el velo turquesa para que no se le viera el rostro.
El cochero miró hacia atrás de soslayo para contemplar a la muchacha, con unos ojos tan bellos que le traían muchos recuerdos. Se quedó tan hipnotizado por ese color que se distrajo de la realidad y casi choca contra otro coche. Por primera vez algo era digno de su atención.