Dentro de las diversas galerías de arte con las que nos podemos encontrar en este mundo, siempre habrá un artista que destacará más que los otros, e igualmente, se hallarán otros que lo complementarán sea de buena o de mala fe, lo que implica, que todos poseemos una cierta responsabilidad para con los demás, cuestión que así también trae consigo un límite. Pero ¿qué pasa cuando somos víctimas de nuestra propia ignorancia? Este tipo de temas, es algo que, en estos momentos, no es relevante para nosotros, no obstante, sí lo son las alegrías de antaño, pues éstas son las primeras que se dejan ver antes… de cualquier tragedia.
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“En un mundo ajeno al de los humanos, en donde todo apenas empieza, ya en éste existía la guerra, y con ella… la muerte.”
Estas fueron las palabras del primer libro que se escribió al comienzo de los tiempos. Dicho objeto, fue redactado por uno de los más grandes sabidos que se compartía entre los dos planos como: Delfos. Este astro de la adivinación y bien conocedor del futuro ajeno como propio, contenía en su palma los secretos de innumerables posibilidades, las cuales, trabajaba junto a otras dos entidades que él mismo instruyó, y que, a su vez, ellos hicieron lo mismo, hasta tener un grupo coordinado que les permitiera lidiar con las diversas e incansables peticiones de su señor; su maestro; el creador del universo. Estas otras dos divinidades, se denominaban: Altair y Taruis. El primero era el heredero de Delfos, quien lo instruía hasta el cansancio consiguiendo así la gran admiración de su discípulo por la intensa dedicación y sabiduría que éste mismo poseía, mientras que Taruis, excelencia de las estrellas, fue instruida solamente como compañera sustituta del futuro legado que Delfos dejaría, y en caso de emergencia, ocuparía su lugar solo de forma temporal. Sin embargo, dentro de esta formación que denotaba equilibrio, solo podía sentirse un abatimiento que percibía el trio, en especial Taruis, quien entre sus dedos, los mantos de estrellas le cantaron unas cuantas melodías ilegibles que le avisaban de un futuro catastrófico completamente incalculable, pero estos astros eran contenidos por un poder que ella misma no podía comprender, por lo que dejó por un tiempo morir el relato lamentable, y entonces, comenzó otra sinfonía que venía desde el templo del creador, la cual relataba esperanza.
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Desde las diferentes direcciones horarias, con sus respectivos avatares elementales, los cuales se encargaban de traer consigo un equilibrio de estaciones como entre naciones, uno de los guardianes de estos protectores, pasaba casualmente por el templo, y sintió el milagro por fuera de sus puertas.
—Se avecina la salvación de este mundo —advirtió un ángel de cabellos rubios, con un porte impresionante que infringía respeto y poder.
—¿Estás hablando del templo del nacimiento? —comunicó Leniel, el avatar del viento, quien le hablaba a su guardián: Abeliel.
—Sí… es lo único natural aquí dentro, y muy probablemente lo que se esté engendrando en este momento —aseguró el muchacho.
—Entiendo a qué te refieres… —observó a los alrededores, donde se podía apreciar un césped de metal que fácilmente podría mantener doblado al pisarlo, aunque éste fuera solo una cascara de dicha manifestación, en cuanto al resto, otros colores grises teñían los posibles árboles mientras que encima de sus cabezas, eran claramente bendecidos por una increíble cúpula que apenas dejaba ver las estrellas del espacio, dejando entender así que estaban dentro de una inmensa nave; ni aún con el paso del tiempo, su hogar había cambiado—. Yo también prefiero la tierra de los humanos, es mucho más colorida que esto —sonrió la pelinegra, la cual no poseía alas, pero si una belleza admirable y jovial.
—Por cierto, señorita Leniel, ¿ha visto a Kadmiel? —preguntó con cordialidad.
—¿Tan deseoso estas por conocer a la persona que nos llevará a la gloria por los próximos siglos? —sonrió con picardía la castaña mientras entrelazaba las manos detrás de la espalda; le resultaba divertido que un chico tan tranquilo como Abeliel, fuera a mostrar un interés tan desmesurado por la nueva adquisición del supremo de luz, de este modo el muchacho giró hacia su protegida e hizo una cordial reverencia.
—Soy un amante de la justicia, por lo que, si logramos tener paz con estos seres demoniacos, entonces ella también va a poder contar con todo mi apoyo, siempre y cuando, me lo permita… —dio a entender.
—¡Vaya! ¡Sí que eres atrevido! —sugirió ella al principio con un tono de reproche, pero luego retrocedió sobre sus pasos y aclaró—. ¡Es una broma! ¡Claro! ¡No hay que ser tan exigentes cuando tanto tú como yo estamos en el mismo barco! —acababa de darle un interesante permiso a su compañero, el cual sonrió suavemente al recobrarse de la postura que había adquirido. Minutos más tarde, vinieron a caer aquí las primeras noticias, pues su compañero, Kadmiel, había regresado.
—Mis respetos para el avatar de viento y mi compañero de batalla —comentó al aterrizar haciendo una leve reverencia.
—Deberías dejar las formalidades cuando estamos solos, Kadmiel, te lo he dicho muchas veces… —renegó la castaña de ojos esmeralda en lo que se llevaba las manos a la cintura y se mostraba indignada.
—Lamento eso, señorita —alegó él apenas poniéndose un poco nervioso.
—¡Tienes que decir “mi señorita”! —le recalcó ella mostrándole un dedo en reproche, a lo cual, al pelinegro recién llegado, se le vio un poco avergonzado.
—Sabe que no puedo hacer eso porque tengo otras responsabilidades… —se escudó el muchacho—. Misariul podría molestarse…
—¿Enserio hablas de ella o de su hermano?, porque hasta ahora ningún ángel sabe a quién exactamente es al que alabas —se burló ligeramente Abeliel cruzándose de brazos y con una enorme sonrisa en el rostro; él sabía de lo que hablaba, porque esas dos personas era gemelos, por lo que resultaba difícil diferenciar uno del otro.