Neeve no se sentía feliz. Tenía calor, pero no en su alma. ¿Qué haría ahora? Su hermano seguramente ya recorría el pueblo amenazando personas en busca de su hermana, pero si lo que el chico dijo era cierto, entonces Emory en verdad era un asesino y a Neeve no le importaba si dormía sobre un tronco muerto: no regresaría con él.
—¿Cómo es allá afuera? —preguntó Nehemias.
Laodamia no contestó.
—¿Qué? —preguntó Neeve.
—El mundo de los humanos, ¿cómo es?
—Es muy diferente, para empezar no hay cenizas y tenemos un clima muy variado, nuestro sol no está blanco, no existen las golosinas vivientes ni las plantas que brillan como el sol, mucho menos nos perseguimos para cortarnos la cabeza.
—Entonces ayúdanos...
—No lo hagas, Norton —amenazó Laodamia.
—Creí que ya lo había hecho —dijo Neeve confusa.
—Ayúdanos a que Dryden prospere como la tierra humana. Ayúdanos a vivir.
¿De qué manera podría hacerlo? Neeve era una humana y si tenía habilidades no sabía usarlas. Tenía a todo un pueblo persiguiéndola para cortarle la cabeza y a un hermano loco esperando en casa. Su objetivo era irse de Dryden de cualquier forma, quería dejar atrás las cosas no humanas, pero algo en ella le decía que se quedara, que pertenecía a Dryden y que debía evitar la muerte de sus nativos aunque estos quisieran arrancarle la cabeza.
—Lo haré —dijo Neeve no muy convencida de sus palabras, pero el chico pareció estar conforme.
—Entonces vayamos a mi...
El ruido de unas patas livianas corriendo sobre la sequedad interrumpió a Nehemias. Los tres se dieron vuelta y admiraron a un ciervo que corría despavorido con una flecha de madera incrustada en sus costillas. El animal respiraba con dificultad y de pronto se desplomó haciendo un ruido sordo.
Los tres corrieron para auxiliarlo pero descubrieron que no eran los únicos preocupados por el animal. Unos chicos llegaron corriendo a la par y cinco vindicus —una mitad humana— quedaron arrodillados al rededor del ciervo moribundo. Neeve vio que eran los chicos de la taberna, Marcelina y Everard. A estos dos no les importó la presencia de los demás.
El ciervo miraba al cielo con su ojo y Neeve sintió que estaba rogando por algo. Everard inspeccionaba la herida de flecha con delicadeza, pero Marcelina estaba tan alterada que le detuvo las manos.
—Debemos dejarlo.
—¡Es el único ejemplar! —exclamó Everard forcejeando.
—¿Ustedes hicieron esto? —preguntó Laodamia.
—Estábamos persiguiendo a este ciervo, no hemos visto uno en meses —contestó Marcelina con la respiración agitada y la voz rota, no dejaba de sujetar a su compañero—, pero Crowley le disparó una fecha envenenada.
Marcelina rompió en llanto y soltó su agarre. Entonces Everard puso las manos al rededor de la flecha, pero se retiró al instante. Su entrecejo estaba arrugado y su rostro enrojecido de coraje.
—Morirá —sentenció mientras dejaba caer los brazos a los lados.
—Tengo antídotos —dijo Laodamia quitándose su collar, al tenerlo sobre las palmas el bicho creció del tamaño de un bolso pequeño. Lo abrió del caparazón y Neeve vio que adentro había toda clase de frascos llenos con líquidos coloridos, insectos y hojas secas, Everard pareció entender qué había en ellos pues su rostro se iluminó de esperanza—. Creo que puedo curar...
Se vio interrumpida por el sonido de unos cascos de caballo. Los cinco guardaron silencio al escucharlos tan cerca. Marcelina y Everard parecían entender la gravedad del asunto pues miraron hacia el bosque muerto de donde había venido el ciervo.
—Todavía hay tiempo —dijo Everard convencido.
Everard volvió a tomar la flecha, pero Marcelina lo volvió a detener y sabía muy bien porqué. El ciervo relajaba su respiración y su ojo perdía brillo para hacerse cristalino, sin dejar de mirar al cielo, exhaló por última vez.
—No, no, no —balbuceó Everard.
—Everard, tenemos que irnos. Es Crowley —dijo Marcelina con desesperación.
Entre el alboroto Nehemias acercó su mano con cuidado y la pasó sobre el cuerpo del animal muerto, unos tallos verdes y delgados se ciñeron al cadáver cubriéndolo por completo; empezaron a salir hojas pequeñas y flores rojas haciendo un pintoresco contraste contra el pasto y el bosque muerto. Entonces ya no fue visible un cadáver tibio sino un montón de tallos y flores con la forma de un ciervo acostado.
Los cascos se escuchaban más cerca.
—¡Debemos irnos! —exclamó Marcelina.
Ella fue la primera en ponerse de pie y arrastró a Everard que se negaba a dejar al animal. Neeve y Laodamia hicieron lo mismo y vieron cómo se alejaban por el bosque, en dirección contraria al caballo. Nehemias seguía arrodillado a lado del animal sin tener deseos de moverse, Laodamia rodó los ojos y lo jaló de su túnica para ponerlo de pie, Nehemias era capaz de quedarse sentado en medio de una guerra.
Los tres siguieron a los chicos entre el bosque. Neeve sintió que el cambio de ambiente le afectaba, el bosque era frío aún con la planta brillando sobre sus cabezas. Había troncos regados a montones que debían saltar y esquivar, todos lo hacían bien menos Neeve. Sus piernas no eran lo suficientemente ágiles y terminó estrellado su cara contra un grueso tronco.
El único que se quedó para levantarla fue Nehemias y la arrastró hacia una cavidad de raíces de un árbol viejo y muerto. Los demás desaparecieron de vista.
El caballo andaba a escasos metros de ellos. Neeve quería saber quién era el jinete y con cuidado sacó la cabeza y vio a lo lejos un caballo blanco con una silla negra, sobre él estaba un hombre vestido con una gran capucha que ocultaba su rostro, pero Neeve sabía que era Emory. El caballo tenía hilos de sangre coagulada proveniente de sus ojos y sobre ellos había dos enormes piedras que le quedaban demasiado grandes y habían sido introducidas con un corte grotesco y fuera de lugar.
Aquel jinete sobre un caballo traído de la muerte era su hermano que la buscaba y de su espalda colgaba un arco y un cajal con flechas.
Emory estaba dispuesto a encontrarla a muerte.
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Editado: 16.05.2019