La Última Broma de la Naturaleza Owen.

Capítulo 11 El chico de la vereda

Un cuarto en perpetua penumbra, es lo único que mi familia ha visto los últimos cuatro días. Cuando los gritos de desesperación comenzaron a resonar y el traqueteo incesante producto de decenas de vecinos corriendo inundó las calles; lo único que mi familia y yo logramos concebir fue encerrarnos en un pequeño comercio dedicado a servir comidas variadas. 

Habíamos comenzado nuestro día con un pequeño paseo por las desiertas calles de la ciudad, algo no muy recomendado por las autoridades, sin embargo, los ánimos de mi familia tenían días decayendo y lo último que necesitábamos es que alguno de nosotros comenzara a enfermar.

Aún quedaban algunos pocos negocios que aún servían una comida caliente y uno de ellos estaba tan solo a dos manzanas del pequeño departamento en el cual habíamos vivido los últimos años.

No es la gran cosa. Pensé cuando salimos del lugar. Solo es dar una vuelta por el vecindario. Me dije a mi mismo insistentemente. Sin embargo, cuando estábamos llegando al lugar, todo comenzó. 

Lo único que llegaba a mis oídos fueron gritos y disparos por todos lados; tomé a mi familia y corrí sin pensar al único lugar que vi, aquel pequeño local donde pensaba que pasaríamos una agradable tarde. Arroje a todos dentro y sin pensar cerré la cortina metálica dejándonos encerrados junto a varios desconocidos, no me paré a pensar si deje a alguien fuera o si debería salir a observar la situación y nadie más en el lugar parecía interesado en replicar.

Tardó más de un día pasar la confusión y el miedo, poco a poco se comenzaron a hacer preguntas y surgir hipótesis, cada una más disparatada que la otra. Llegue a escuchar “ataque terrorista” “exterminio” “bombas”, Todos hablaban sobre salir a ver, pero aun así nadie estaba interesado ser el primero en asomar el cuello.

Teníamos mucha suerte de haber quedado atrapados en este lugar, teníamos agua y comida, aún había gas que alimentaba la estufa y varias velas que nos permitirían alumbrar un poco el pequeño lugar, al menos así fue durante los primeros días, fue en el tercero que comenzamos a notar el agua escasear. Fue al atardecer de ese día que un joven de no más de 16 años logró reunir el valor necesario para mirar al exterior. El chico subió por la escalera de servicios y nos contó con sumo detalle lo que sus ojos observaron, ninguno le creímos media palabra, no hasta que varios más subieron a comprobar lo que decía.

Aquellos relatos que llegaban a mis oídos eran inverosímiles, delirios sin sentido sobre cadáveres andantes devorando personas, no podía creer lo que escuchaba, pero algo tenía claro, no podríamos salir de aquí, pero ¿Qué otra opción teníamos? ¿Esperar aquí hasta que cada uno de nosotros muriera de sed? ¿Matarnos entre nosotros solo para alargar un poco nuestra propia miseria? Fuera cual fuera el camino por tomar, solo tenía una cosa clara. tenía que proteger a mi esposa e hija a como diera lugar.

Sabía que había que hacer, o al menos que no hacer, pero aun así me quede pasmado en un rincón oscuro hasta la madrugada de aquel cuarto día; cuando sin decir nada al respecto mi propia hija, Gabriela, rompió el letargo en el que nos habíamos instaurado cada uno de los residentes de aquel refugio temporal, sin aparente explicación levantó la cortina metálica y corrió hacia la calle. 

Apenas estaba amaneciendo y los primeros rayos del sol comenzaban a asomarse de entre los altos edificios que nos rodeaban, una mañana aparentemente armoniosa, en la cual lo único que destacaba eran dos cuerpos tendidos sobre el suelo y una niña de 15 años corriendo hacia ellos. 

No lo pensé claramente, apenas escuché el sonido del metal deslizándose y vi una tenue luz colarse a través de la abertura por la que se deslizo mi única hija, mi instinto me hizo correr detrás de ella. Mi esposa, quien no estaba muy lejos de mí, no tardó en seguir mis pasos, sin embargo, no me di cuenta de inmediato de su presencia. Corrí hasta mi pequeña niña de pelo castaño y mediana estatura quien a la distancia se arrodillaba frente al cuerpo de un joven de unos 20 años, de cabello corto, rasgos firmes y piel morena, sin embargo, lo que más destacaba de su apariencia era el daño que parecía haber recibido. Su uniforme militar estaba roído por todos lados y a través de las rasgaduras se podían apreciar profundas heridas por todo su cuerpo. 

No era médico y mi conocimiento del área era penosamente escaso, pero hasta una persona como yo podía dar por hecho que esta persona estaba muerta o lo estaría pronto. En un instinto por buscar el origen del daño causado a este soldado, recorrí todo el lugar con la mirada hasta detenerme en la criatura que se encontraba a unos metros de distancia de nosotros. Un monstruo de dimensiones desproporcionadas el cual se encontraba tendido sobre el asfalto, boca arriba, sobre un charco de sangre negruzca. Parece que tanto él como el chico habían caído desde una gran altura, cosa que no me costó comprobar cuando mis ojos divisaron un cristal hecho añicos en las alturas del rascacielos que coronaba aquella zona de la ciudad, así como decenas de fragmentos de vidrio regados por toda la calle. el impacto ha sido tan fuerte que destrozó el cuerpo de la criatura, aunque aparentemente el chico corrió con algo de suerte y no recibió el impacto directo, el golpe debió ser más que suficiente para matarlo. 




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