Era ya la tarde del tercer día de Gunnar en París y el último. Cerrando el morral, lo sujetó fuerte y avanzó a la salida del hotel, donde las nubes oscuras gobernaban el cielo, avisando un día lluvioso.
"Otra vez". Las expresiones en su rostro marcaron disgusto, y mientras los ojos miraban una gota de agua que aterrizó en la mano, el chofer de la limusina abrió la puerta y le indicó que entrara.
—Lléveme al aeropuerto privado, por favor.
—Entendido, Sr. Coleman —El hombre tomó el volante y aceleró.
Durante el viaje la lluvia estaba furiosa, y, para colmo, todavía no habían llegado a su destino por culpa del trancón tremendo en los que se vieron envueltos.
Los minutos pasaron lentamente y después de cierto tiempo por fin se libraron del trancón.
Ahora se encontraban atravesando una pequeña carretera boscosa. La velocidad ya tenía un ritmo aceptable, por lo que Gunnar cerró sus ojos después de tomar un vino y recostarse en su asiento.
Cualquiera diría que estaba tomando un delicioso descanso, no obstante, él solo tenía espacio en su mente para imaginar el posible futuro oscuro. El peligro que esos espejos tenían no podían ser positivos.
"Tengo que hallar el misterio de cómo esas personas sobrepasaron los límites humanos. ¿La ciencia ha alcanzado tal punto o es causa de los espejos?". El descubrimiento trajo más preguntas por resolver. “Volver a obtener un archivo semejante es difícil ahora mismo. Me gustaría mantener un ritmo calmado, pero siento que no debería elegir esa opción”.
Sus ojos se abrieron igual de tranquilos que cuando se cerraron y anunciaron el final de sus análisis. También fue justo el instante correcto para hacerlo.
—¡Sr. Coleman, mire! —El chófer gritó. Su voz expresaba genuinamente lo sorprendido que estaba.
Gunnar enseguida dirigió la atención en la carretera, ya que era el lugar donde el hombre señalaba. Allí, un enorme árbol atravesó la carretera. Era tan grande que no podía ser movido sin ayuda de maquinaria especializada.
El hombre francés que conducía la limusina escapó del automóvil para buscar una posible salida a la situación. Gunnar no hizo nada, se lo permitió. Ni él tenía un camino correcto.
Cuando el chófer caminó un poco hacia el árbol caído, pudo observar del otro lado de la carretera a una camioneta; pero, al parecer, hubo algo más, pues una mirada escandalosa floreció en su cara.
—¡Sr. Coleman, venga rápido! ¡No va a creer lo que estoy viendo! —gritó para que la fuerte lluvia no ahogara sus palabras.
Gunnar respondió al llamado y se puso en guardia, porque para su coincidencia, el espejo plateado emitía la luz radiante característica.
Abrió la mochila, sacó 2 pistolas y un par de cuchillos. Guardó estas últimas y salió con las armas en ambas manos.
—Sr., debemos irnos de aquí —dijo el hombre con evidente miedo sin desprender la vista de la camioneta.
Gunnar se acercó despacio y cuando pisó el área, una vista peligrosa lo recibió.
La camioneta estaba golpeada por todos lados y con ventanas partidas, no obstante, eso era solo el principio. Sangre. Sangre por todos lados y ropa llena de ella. No se necesitaba un dibujo para entender.
—¡Maldición, salgamos de aquí ahora! —ordenó.
El ya intranquilo chofer se le salieron los ojos del susto y con brevedad corrió de regreso a la limusina. Su imagen formal que había mantenido todo el tiempo se fue al carajo, esto tuvo su cambio todavía más radical cuando se halló a mitad de camino, porque sus oídos atraparon pequeños sonidos de chillidos de la nada, a pesar de las gotas que caían indiscriminadamente.
Sin darse cuenta, frenó en seco.
Otra serie de chillidos entraron en escena con más fuerza por segundo. Pronto ya no había necesidad de enfocarse para sentirlos, se podían oír fácilmente.
Gotas frías cayeron en la espalda del francés y no precisamente eran de las gotas de lluvia.
—¿Qué… Qué demonios está sucediendo? —pronunció mientras sus manos les resultaba imposible de detener el temblor al describir la razón de los chillidos. Era un miedo abismal que lo hizo orinarse también.
Y es que lo que atestiguaba se salía de la realidad, al menos esa realidad en la que creía.
—Santa Madre de Dios… —Los pasos ahora eran hacia atrás. El cuerpo reaccionaba de esa manera mientras su mente trataba de procesar lo que venía. Tomó un par de respiraciones para que por fin lo lograra—. ¡¡Un monstruo!!
Y sí, no mentía. Detrás del auto había un animal horripilante, feo y desconocido.
Una especie de rata mutante de 1 m, sin ojos y boca espeluznante que redondea los 100 dientes con tono amarillo y sangriento.
—¡Dios mío! ¡¿Qué cosa es esa?! —El hombre sentía una corriente eléctrica bailar por todo el cuerpo. Fue algo jamás vivido y, sin embargo, se tragó un sorbo de valentía—. ¡¡Muere!!
Desesperado, le disparó a la bestia hasta vaciar el cartucho. La conclusión fue una contundente muerte para el monstruo por los múltiples impactos en su cuerpo.