La eternidad no tiene latido.
Eso fue lo primero que Aióna comprendió.
En el principio —si acaso se podía hablar de un principio en un lugar donde el tiempo no existía—, todo era silencio viscoso. No oscuridad, no frío. Solo una materia sin nombre que no empujaba ni contenía. Allí flotaba su cuerpo, si aún tenía uno. Allí existía, si aún se podía llamar existencia.
Había sido tragada, eso lo sabía. Cronos, su padre, el dios devorador, el titán del tiempo, la había engullido sin conocer su nombre. Él no sabía que, además de los cinco hijos y una hija que temía, había una más. Una grieta. Una fisura nacida en el borde mismo de los relojes divinos.
Ella.
—Aióna —susurró una voz.
El sonido fue una herida en la calma eterna. Un hilo de aire rompió la sustancia inmóvil. Aióna abrió los ojos —o pensó que lo hizo— y el mundo a su alrededor titiló como una vela húmeda. Vio colores que no pertenecían a ningún espectro, y escuchó pensamientos que no eran suyos.
Una figura se formó ante ella. No caminó, no llegó: simplemente fue. Cabello flotante hecho de palabras olvidadas, ojos como espejos de memorias ajenas. Sonreía con la ternura de una traición.
—¿Quién eres? —preguntó Aióna. Su voz sonaba lejana, como si hablara a través del cristal de un sueño.
—Soy Mneme. La musa del recuerdo. La que recoge lo que fue y lo que casi fue. Y tú… tú eres lo que nunca debió olvidarse.
Aióna no respondió. Sentía su pecho pesado, como si el silencio fuera una prisión que se espesaba sobre sus huesos.
Mneme se acercó más. Cada paso dejaba un eco de imágenes flotantes: un niño que nunca nació, una promesa rota al borde del mar, un espejo cubierto de polvo.
—Tu nombre fue borrado del tejido del tiempo —dijo la musa—. Pero el olvido no es absoluto. Aquí, dentro del estómago de tu padre, existen cosas que la historia no supo digerir.
Aióna parpadeó. A su alrededor, las paredes pulsaban con un brillo pálido. No eran carne ni cosmos. Eran segundos sin nacer, horas rechazadas por la realidad.
—¿Por qué estás aquí? —inquirió, aunque la respuesta ya ardía en su pecho.
—Porque el mundo te necesita, Aióna. El Olimpo está cimentado sobre una mentira: que Cronos fue vencido, que todo fue restaurado. Pero tú eres la grieta que puede hacer temblar su imperio.
La joven guardó silencio. En su interior, un poder dormido comenzaba a estirarse, como un reloj que vuelve a latir. Recordó, sin saber por qué, una palabra que nunca había pronunciado.
Venganza.
—¿Puedo salir de aquí?
Mneme sonrió.
—Solo si recuerdas quién eras antes de ser tragada. Solo si recuperas tu nombre completo. Cronos devoró tu cuerpo… pero fue tu identidad lo que deshizo.
Aióna alzó la vista. En el cielo sin arriba, flotaba una esfera dorada: un fragmento de un reloj caído, detenido en un solo segundo. El número era el siete.
El número de los hijos que Cronos creyó haber engullido.
—Entonces empezaré a recordar —dijo, y al hacerlo, algo cambió.
Una grieta cruzó el vientre del titán. Pequeña. Frágil. Pero era la primera ruptura en siglos.
Aióna sonrió.