En el cielo que nunca duerme, el Olimpo se estremeció.
Las estatuas gimieron. Las columnas se agrietaron con un sonido sordo, como si algo bajo tierra hubiera rugido… o llorado.
Zeus alzó la vista desde su trono de tormentas.
Por un instante, olvidó cómo se llamaba el trueno.
—¿Quién…?
Una imagen fugaz cruzó su mente. Una niña de ojos grises y cabello negro como la medianoche antes del primer día. Su nombre estaba enterrado bajo mil juramentos. No debía recordarla. No debía existir.
Y sin embargo, la sintió.
Atenea dejó caer el libro que leía. Las letras en sus páginas comenzaron a deshacerse, como si el pasado estuviera siendo reescrito en tiempo real.
—Esto es imposible… —murmuró.
Dionisio, que dormía enredado entre vides y cantos, se despertó con un grito.
—¡Ella! ¡La del reloj sin agujas!
Hades, en su trono de sombras, abrió un solo ojo.
Las almas en su reino comenzaron a susurrar el mismo nombre que él no oía desde hacía milenios:
Aióna.
Aióna.
Aióna.
El Tártaro, el abismo más profundo, se agitó como si una semilla olvidada comenzara a germinar.
Mientras tanto, en el estómago del titán, Aióna sentía las ondas de su despertar expandirse.
Mneme la observaba desde lejos, ya sin intervenir. La musa sabía que su papel estaba llegando a su fin. Ella era la guía del recuerdo. Pero Aióna ya no necesitaba guía.
Era una memoria encarnada.
—¿Vendrán por mí? —preguntó Aióna, mientras una grieta de luz comenzaba a abrirse en la prisión del titán.
—No —dijo Mneme—. Vendrán por ellos mismos. Porque al recordarte, comenzarán a cuestionarse.
—¿Y mi madre…? ¿Rea…?
Mneme bajó la mirada.
—Ella también ha comenzado a recordar. Pero el recuerdo más duro será el suyo.
Una nueva visión cruzó la mente de Aióna:
Rea, pariendo en silencio.
Cronos, tomando al recién nacido.
Pero… otro llanto. Más suave. Más lejano.
Un segundo hijo. O hija.
No vista. No tomada.
Oculta por miedo.
Olvidada por amor.
—No fui engullida con mis hermanos —dijo Aióna, comprendiendo de golpe—. Fui escondida. Y cuando Cronos lo supo… ya era tarde.
Mneme asintió.
—No todos los olvidos son por crueldad. Algunos son por cobardía.
La luz de la grieta era cada vez más intensa. El cuerpo del titán ya no podía contenerla. El tiempo prohibido estaba desbordándose.
Aióna respiró hondo. Aunque en ese lugar no hubiera aire, ni cuerpo.
—Entonces es momento de salir.
Y dio un paso.
Fuera, el cielo se partió por la mitad.
Una lluvia negra cayó sobre el mar Egeo. Las Moiras cortaron un hilo que no sabían que existía. Y en el aire, flotando como un eco futuro, una sola palabra dibujada en fuego:
La Última.
Los dioses alzaron la mirada.
Y en el fondo de sus almas…
recordaron el miedo.