La grieta la escupió al mundo como una palabra mal pronunciada.
El viento olía a ceniza y origen. Aióna cayó de pie, pero sus rodillas temblaron al tocar la tierra. No era el Olimpo. No era la Tierra. Era entre mundos: un umbral olvidado donde los recuerdos eran tan reales como los cuerpos.
Y allí, entre árboles que susurraban nombres antiguos, la esperaba Rea.
La titánide de la maternidad, la reina que dio a luz a los dioses, vestía una túnica blanca ensangrentada por el tiempo. No envejecía, pero el dolor le colgaba de los ojos como un velo que nunca quiso quitarse.
No dijo nada.
Tampoco Aióna.
El silencio fue el idioma de las que tienen demasiado que decir.
Hasta que Rea bajó la mirada… y habló:
—Yo… te escuché llorar.
La voz de Aióna se quebró, como una ola partiéndose contra la costa:
—¿Y por qué no me tomaste en brazos?
Rea tembló.
—Porque uno más… y Cronos lo habría notado. Ya había devorado cinco. Había escondido a uno. Si tú llorabas… si tú vivías… yo lo perdía todo.
Aióna sintió el calor subirse a sus mejillas. Ira. Tristeza. Vergüenza. Era una mezcla espesa que no se deshacía con palabras.
—¿Me olvidaste para salvar a los otros?
Rea negó con lágrimas que no caían.
—Te olvidé para salvarme a mí.
El corazón de Aióna se detuvo. Esa era la verdad más cruel. No fue sacrificada. Fue evitada. No por estrategia, ni por destino. Por miedo.
—Yo era tu hija —susurró.
—Y lo sigues siendo —dijo Rea, dando un paso—. Por eso he venido a recordar contigo.
Entonces algo increíble ocurrió.
Rea estiró las manos… y en ellas sostenía una cuna vacía.
Era de piedra blanca. Tallada con símbolos que cambiaban según quién la mirara. Para Aióna, la cuna tenía forma de luna menguante. Era la suya. La que nunca se usó. La que fue cubierta con ramas y silencio.
—Hazla tuya —dijo Rea—. Llévala contigo. No como hija olvidada… sino como madre de lo que viene.
Aióna tocó la cuna. Sintió una punzada bajo la piel. No era solo una reliquia. Era una promesa no cumplida.
Ella no había nacido para seguir el tiempo.
Había nacido para reiniciarlo.
Y en ese momento, supo lo que debía hacer.
—Voy a construir mi propio panteón —declaró Aióna—. No para vengarme. Para recordar a los que nunca fueron nombrados. Los hijos que no nacieron. Los mitos que se tragó el orgullo de los dioses.
Rea asintió con una tristeza dulce.
—Entonces, hija mía… ya no eres una diosa olvidada.
—No —susurró Aióna, mirando el cielo abierto por su regreso—. Soy la que vendrá después del olvido.
Y comenzó a caminar hacia la cima del mundo.
Al otro lado del mar, en el corazón del Olimpo, Zeus sintió frío por primera vez en mil años.
—Ella está subiendo —dijo Atenea.
—¿Quién? —preguntó él, aunque ya sabía la respuesta.
La voz llegó como trueno lejano:
—La Última del Tiempo.