La Ultima Del Tiempo

Capítulo 7 – El Olimpo Se Estremece

El monte Olimpo no era solo piedra y nubes.

Era memoria sólida. Cada escalón un sacrificio. Cada columna una mentira repetida hasta hacerse verdad.
Subirlo no era un acto físico. Era una declaración.

Y Aióna, hija de Cronos, nacida fuera del tiempo visible, caminaba ahora por esa montaña con pasos que hacían eco en el pasado y el futuro a la vez.

En lo alto, los dioses se reunieron.

No en su trono, ni en banquetes.

En un círculo de piedra sellado por juramentos viejos como el caos. Un lugar que solo se abría cuando lo imposible tocaba la realidad.

—Esto no es una rebelión —dijo Hera, la voz tan filosa como un decreto—. Es una corrección. Lo que fue enterrado quiere nacer.

—¿Cómo puede alguien que no existe subir al Olimpo? —gruñó Ares, ya vestido para la guerra.

—Porque la memoria de un dios… nunca muere del todo —murmuró Hécate desde la sombra, ojos encendidos como antorchas.

Atenea alzó la mirada. Sus pensamientos eran más peligrosos que cualquier lanza. Ella no hablaba por hablar.

—Yo la recuerdo. No con certeza, pero con… vacío. Como un hueco donde debió haber una hermana.

Zeus no dijo nada.

Estaba de pie, en el centro del círculo. Su puño apretaba el rayo. El cielo temblaba en su silencio.

—Si la enfrentamos con violencia —continuó Atenea—, puede fortalecerse con nuestro miedo. El tiempo no se destruye a golpes.

—¿Y entonces? —preguntó Apolo—. ¿Le abrimos la puerta?

—No —respondió una voz antigua, profunda, rota en miles de ecos—. Ella ya la abrió.

Los dioses giraron.

Cronos estaba allí.

Aióna sintió el cambio en el aire.

El Olimpo sabía que ella venía. Y el tiempo viejo también lo sabía. Las piedras de la montaña crujían, como si su padre aún susurrara desde sus grietas.

El titán había despertado en algún lugar del mundo, apenas sostenido por los últimos hilos de su cuerpo. Él, que fue prisión y carcelero, ahora era un testigo débil del renacer.

Y en su interior, una grieta se abrió.

Aióna lo sintió: Cronos la recordaba.

Ella cerró los ojos.

Y habló, sin voz, pero con voluntad:

—Padre. No vengo por venganza. Vengo por lo que enterraste con tus miedos.

Del cielo, comenzaron a caer relojes rotos como lluvia. Ninguno marcaba la misma hora. Todos eran fragmentos de líneas temporales negadas.

El Olimpo rugió.

Aióna llegó a las puertas.

No las puertas de mármol.

Las otras: aquellas que los dioses sellaron con nombres que nunca se pronuncian. Y frente a ellas, en posición de guardia, estaba Hermes, mensajero, ladrón, espíritu del tránsito.

—Hola, hermana —dijo él, como quien abre un libro prohibido.

—¿Lo sabías? —preguntó ella.

—No… pero siempre sentí que faltaba una historia en el centro del laberinto.

Hermes alzó la mano.

La cerradura mística comenzó a arder.

Y por primera vez desde el principio del mito, el Olimpo abrió sus puertas a una diosa no reconocida.

Una hija del tiempo.
Una huérfana del relato oficial.
Una verdad con forma de mujer.

Aióna dio un paso adentro.

Y el Olimpo…
se estremeció.



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En el texto hay: dioses griegos, despertar

Editado: 05.06.2025

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